Maite  Vizcarra

Hace una semana nos encontrábamos todos expectantes por las consecuencias de una social que felizmente no tuvo resultados mortales que lamentar. Muchos han calificado esa movilización como una muestra del aburrimiento de la sociedad civil –limeña– con el equilibrio perturbador que existe entre los poderes públicos más relevantes del país: la inercia del Ejecutivo y el Legislativo, cuando no un contubernio funcional a intereses particulares.

Muchos analistas han calificado dicha movilización ciudadana como una expresión de un claro interés de la gente de a pie respecto de la cosa pública, que dista mucho de la apatía que hasta hace poco se le endilgaba a la llamada “calle”. Dicho esto, también es cierto que los que se movilizaron lo hicieron con discursos dispersos que no pudieron encauzar hacia una sola agenda, lo que le restó potencia institucional a la del 19 de julio.

Pero seríamos injustos si en el análisis del impacto del #19J no considerásemos, también, la actividad de la gente en los espacios digitales. La movilización tuvo ahí una expresión propia que no estuvo exenta de odiadores, troles, noticias falsas –más de un video o una foto trucada o maliciosamente editada de marchas anteriores– y de influenciadores digitales que también se jugaron su propio partido.

Esa otra lectura digital también fue destacada recientemente por la politóloga Gabriela Vega Franco en una charla que tuvimos hace poco en el contexto del programa de televisión “Pensando en el Perú”. Ella indicaba que, hoy por hoy, es imposible no considerar el impacto de las redes sociales en manifestaciones cívicas, pues ahí se cocinan corrientes de opinión que refuerzan la polarización, las cámaras de eco y, también, el ‘cyberbullying’ interesado.

En otras palabras, ¿es posible manipular la agenda pública desde las redes sociales? ¿Es posible crear metalecturas de lo que en verdad está pasando? En la medida en que en estos espacios hay una gran facilidad para confirmar sesgos, mi respuesta es: por supuesto que sí.

Para muestra, un ejemplo. Mi calificación positiva de la movilización, en el extremo de la ausencia de pérdidas mortales y que reforzaba la que un representante de la Defensoría del Pueblo realizó en el mismo sentido en el programa “Diálogo abierto”, fue prontamente tergiversada de manera interesada en Twitter.

De pronto, mi opinión terminó siendo torcida a una que aparentemente apoyaba las acciones represivas de las fuerzas del orden o, peor aún, a una situación en la que una marcha pacífica terminaba siendo infructuosa o anodina, justamente por no haber tenido pérdidas humanas.

La irracionalidad extrema en toda su expresión. ¿Cómo puede quejarse alguien por una felicitación por el hecho de que no haya habido muertos en una marcha y que las fuerzas del orden hayan observado las acciones necesarias para garantizar eso? La única explicación es el interés específico de reforzar una vertiente polarizadora en la opinión pública que descalifica o que es contraria al orden cívico.

Con esto no estoy justificando los exabruptos de la marcha del primer trimestre del año ni mucho menos. Solo trato de graficar lo fácil que es torcer la veracidad de una opinión cuando esta tiene nuevas, reiteradas y tendenciosas lecturas vía los amplios hilos que se reproducen en las redes sociales.

Esta situación solo confirma lo que también indicaba Vega Franco en aquella charla sobre la importancia de encontrar líneas de conversación más solventes en las redes sociales, que bien podrían ser impulsadas por los diversos actores de la sociedad civil y ojalá que cada vez más centros de pensamiento –'think tanks’– ponderados que le bajen los decibeles al ruido del odio digital.

Maite Vizcarra Tecnóloga, @Techtulia