En un país tan amnésico como el nuestro hacen falta grandes tragedias para llamarnos a la reflexión colectiva. Más allá de la indignación que un nuevo feminicidio o una nueva violación suscitan, la sociedad inhumana en la que habitamos se yergue intacta a pesar de esfuerzos aislados por transformarla. Pienso en los vecinos de Jesica Tejeda clamando por ayuda a policías indolentes e ineptos que abandonaron a una madre y a sus cuatro hijos a su suerte. Triste es reconocerlo, pero esos malos servidores públicos son el lado oscuro de un Estado indiferente y sin mística, dominado por un día a día –gris y rutinario– en el que la violencia ejercida contra los débiles e inocentes está normalizada. El horror vivido por una humilde familia en El Agustino nos interpela como sociedad. Porque cada cuchillada que Jesica y sus hijos recibieron en ese baño de sangre que acabó en un incendio, donde murieron dos hijos más –una niña de 2 años y un bebe de escasos meses–, pudo evitarse. Como también fue posible evitar la muerte absurda de Alexandra Porras (18) y Carlos Gabriel Campos (19), electrocutados en un local de McDonald’s debido al contacto con una máquina cuyo mal funcionamiento había sido previamente reportado. Los planes de dos adolescentes peruanos, uno muriendo por salvar al otro, quedaron truncos debido a instituciones inoperantes que, por facilitar la precarización del trabajo juvenil, colaboran a que conglomerados globales naveguen, con banderas de ‘happy meals’, en aguas liberadas, irónicamente, por la permisividad o simplemente la ausencia estatal.
“Quería empezar una familia desde cero”, declaró Juan Huaripata, el asesino de Jesica y sus hijos, ante la policía. Por esta razón, quien no terminó el colegio por “dedicarse a los videojuegos” empezó a “hincar piquetitos” en la cara y el cuerpo de la mujer a quien declaró no amar. Al leer la manifestación de este asesino, para quien la vida es probablemente una suerte de realidad virtual poblada de un sinnúmero de eufemismos, recordé ese cuadro de Frida Kahlo denominado “Unos cuantos piquetitos”. Kahlo encontró inspiración para su poderosa obra de denuncia machista cuando leyó en el periódico que un hombre que mató a su mujer se defendió en los tribunales diciendo que solo le había dado “unos cuantos piquetitos”. Según la policía mexicana, fueron 20 puñaladas. En el caso del múltiple asesinato en El Agustino, esa cifra se cuadriplicó a 80. Lo que nos habla de la larga agonía y del horror que una familia peruana desprotegida vivió en vísperas de Navidad. Por otro lado, ese otro eufemismo que usó McDonald’s –me refiero al término colaboradores– para referirse a dos empleados laborando en condiciones precarias muestra el mundo surreal y cruel que nos ha tocado vivir, en el que una representante de una famosa transnacional le avisa a una madre, por teléfono, que su única hija ha fallecido, sin darse siquiera el trabajo ni el tiempo para ir a su casa a consolarla.
Ayer fue el Día de los Inocentes y, aunque algunos estudiosos dudan de su historicidad, nadie discute el poder simbólico de una historia que asocia el poder a la muerte más cruel y despiadada. La matanza de los inocentes es un episodio relatado por Mateo en el Nuevo Testamento. La historia recuerda la orden dada por Herodes I para ejecutar a los niños nacidos en Belén en respuesta a la ausencia de noticias certeras sobre el lugar exacto del nacimiento de Jesús, en teoría, “el rey de reyes” y su potencial rival. Esta historia, plasmada en una serie de obras de arte, presenta a Herodes como un arquetipo de los opresores que no dudan en asesinar a inocentes con tal de preservar su poder. Para algunos estudiosos del tema, Herodes, que no dudó en matar a su esposa, a su suegra, a su cuñado, a colaboradores cercanos, a 45 cabecillas del partido opositor e incluso –antes de morir– a un grupo de judíos ilustres para que el pueblo que lo odiaba lo llorase, es la antítesis de Jesús de Nazaret. Por ello la dicotomía Herodes-Jesús, representada en la muerte de los inocentes, expresa el repudio a un reinado defendido a sangre y fuego, pero también la esperanza del tiempo nuevo que se avecinaba. Tiempo de paz y amor que, si se tiene en cuenta el horror que vivimos cotidianamente, no tiene cuándo llegar. ¿Por qué seguimos atrapados en este círculo de violencia y explotación? Por varias razones. Un sistema económico que vive en una fase de explotación sin límites ni controles. No hay más que ver los niveles de miseria que se viven en varias partes del mundo y cómo las revueltas recientes dan cuenta de ello. Por otro lado, Estados ensimismados en la lucha por el poder o tratando de sobrevivir a duras penas, como es nuestro caso, son incapaces de elaborar proyectos que resuelvan los problemas de los gobernados, entre ellos velar por su seguridad. Y finalmente, la deshumanización que nos corroe y que ha normalizado la muerte de un niño acuchillado o la violación de una niña de 8 años. Los inocentes sufriendo, ante la indiferencia general, las consecuencias de las ansias de dominio a todo nivel. En su bellísimo “Augurios a la inocencia”, William Blake, el reconocido poeta inglés, entendió la complejidad de la experiencia humana, pero no dejó de celebrar esa inocencia que nos permitía “ver el mundo en un grano de arena y el cielo en una flor silvestre”. Agarrar el “infinito en la palma de la mano y la eternidad en una hora” era parte de esa inocencia que finalmente nos humaniza porque nos acerca al niño o niña que todos llevamos dentro. Es ese niño interno, pero principalmente el real –que debería estar feliz jugando– la víctima más preciada de una sociedad muy enferma, sin rumbo ni proyecto.