Una rápida revisión de los planes de gobierno enviados al Jurado Nacional de Elecciones (JNE) para las elecciones generales del 2011 es suficiente. La agenda pendiente del Perú en materia de infraestructura, laboral, salud, seguridad, educación, entre otros aspectos básicos, sigue casi igual que hace 12 años. La mayoría de las páginas de los planes de gobierno de entonces podrían ser copiadas y pegadas en los planes de gobierno de las futuras elecciones del 2026 y nadie levantaría una ceja.
De hecho, el diagnóstico sectorial está ahí. Las propuestas de solución, también (en los documentos de algunos partidos políticos más que en los de otros, en cualquier caso). ¿Qué ha pasado entonces para que se implemente poco o nada de lo que se suele proponer? ¿Para que perdamos una década deambulando entre tasas de crecimiento del PBI que a duras penas llegan al 4%?
Parte de la explicación tiene que ver con la corrupción y su impacto en proyectos de toda escala. Mal concebidas, mal ejecutadas o paralizadas, las obras con huella negra han sido un lastre para el desarrollo. En ocasiones, la propia incapacidad y burocracia dentro de ciertos sectores del aparato público explica también que el plan político trazado en el papel sea imposible de implementar en la realidad.
Pero esta no es toda la historia. Ni siquiera –sugerimos– la sección principal del cuento. Lo que ha sucedido, de un tiempo a esta parte, es que el apetito por reformas de política pública relevantes se agotó. Cualquier acción medianamente atrevida, que incomode a cualquier grupo de presión organizado, es considerada políticamente inviable. Y aquí estamos.
¿Reforma educativa real basada en meritocracia y tecnología? Muy complicado. Los sindicatos de docentes paralizarían la educación en protesta, como ha sucedido en el pasado. ¿Reforma del sistema de salud para que todos los ciudadanos reciban una atención efectiva, los hospitales tengan medicinas, los turnos de trabajo se respeten y no haya que esperar meses por una operación importante? Imagínate solo lo que dirían los doctores, enfermeras y administrativos. ¿Reforma laboral para incluir a más personas en la formalidad? Uy, si con una norma inocua como la llamada ‘ley pulpín’ se obligó al Congreso a dar marcha atrás, ni hablar de algo más avanzado. ¿Reforma del transporte urbano? La verdad, vamos en la dirección opuesta por la presión de los transportistas informales. ¿Reforma de la descentralización o de la forma en la que se distribuye el canon? De ninguna manera. Los alcaldes y gobernadores de las regiones productoras de minerales o hidrocarburos entrarían en pie de guerra. Y así sucesivamente.
“Sería buena idea, pero lamentablemente no hay condiciones políticas para intentar una reforma de ese tipo”, reconocen los políticos con alguna buena intención. Muchos otros ni siquiera llegan a eso; son parte de los grupos interesados –algunos con preocupaciones legítimas y otros simplemente protegiendo privilegios indebidos–. Sea como fuere, el resultado es el mismo: una ausencia dramática de reformas que permitan volver a impulsar la competitividad, fortalecer el capital humano y reducir la pobreza.
Por supuesto, es poco prudente y democrático aprobar reformas sin la participación de aquellos directamente involucrados en el sector. Pero eso no quiere decir que cualquiera tenga el derecho de disponer de lo que se hace o no se hace al margen de los resultados para los ciudadanos, y que la amenaza de la protesta o impopularidad deba ser suficiente para ahogar cualquier esfuerzo de reforma desde el lado político. Los resultados los vemos en esta debilidad progresiva de la economía peruana –cada vez con proyecciones de crecimiento de largo plazo más bajas– y en el aumento de la pobreza, los vemos en este adormecimiento, los vemos en este ‘déjà vu’ de planes de gobierno. Para quienes están sentados en un alto cargo público, eso no es hacer política estratégica y cuidar votos; eso es, de hecho, renunciar a hacer política.