Desde diversos sectores se ha llamado la atención, con alarma y con justificada razón, sobre la gravedad de los retrocesos que están ocurriendo en el país en cuanto a iniciativas de reforma implementadas en los últimos años como el desmantelamiento de la reforma de la educación básica y universitaria, de la reforma política, de políticas de equidad de género, de principios básicos de la ortodoxia macroeconómica y también el reciente intento de destruir el servicio civil y la autoridad del servicio civil.
Esta alarma nos lleva a mirar con ojos más indulgentes los intentos de reforma que se intentaron implementar en los últimos años. Digamos que antes esos esfuerzos nos parecían, no sin razón, parciales e insuficientes, pero ahora que los perdemos extrañamos que al menos algunas áreas del Estado muestren avances y se constituyan en “islas de excelencia” dentro del sector público y puntos de partida para otras iniciativas de reforma.
¿Cómo explicar los avances en los años previos y el declive posterior? Podría decirse que el inicio distante de la lógica de reformas se encuentra en el cambio de modelo originado en la década de los 90. Desde esos años se crearon algunas unidades dentro del Estado con relativa autonomía, calidad técnica y vínculos con pares internacionales, centradas alrededor del funcionamiento del manejo macroeconómico. El Ministerio de Economía y Finanzas, el Banco Central de Reserva, la Superintendencia de Banca y Seguros, principalmente, pero también algunos agentes reguladores de la actividad económica, como el Indecopi. Alberto Fujimori llegó al poder sin un partido político o, más bien, llegó improvisadamente con uno y lo abandonó rápidamente. Se trató de un político independiente, sin una clientela extendida que satisfacer. Las necesidades de lograr la estabilización económica y recuperar el crecimiento lo llevaron a otorgar un importante nivel de autonomía a los sectores clave en el manejo macroeconómico. Pero no se atrevió a implementar una reforma integral del Estado y dejó otros sectores librados a un manejo corrupto y autoritario.
Caído el fujimorismo, existía la expectativa de que los años del presidente Alejandro Toledo serían años de intensa reforma institucional. Sin embargo, como sabemos, no fue así. Lo que sí ocurrió fue una continuidad de la autonomía institucional de las llamadas “islas de eficiencia”. Si bien Toledo llegó al poder con un partido, Perú Posible, tampoco tenía una clientela extensa que satisfacer y, si bien aseguró algunos puestos para su militancia y su entorno, no lo hizo al punto de entorpecer el manejo de áreas claves, y se apoyó en figuras independientes. Más adelante, a pesar de los temores que despertó por el antecedente de su primer gobierno, Alan García no lideró propiamente un gobierno partidario y siguió una lógica principalmente personalista. Aunque sí hubo retrocesos en algunas áreas del Estado, como consecuencia de cierta cooptación partidaria y de la lógica efectista de imponer límites a las remuneraciones, García no solo respetó la autonomía institucional existente, sino que durante su gobierno avanzaron reformas fundamentales, como las de la educación básica y la del servicio civil. Seguiré con el tema.