Augusto Townsend Klinge

A mucha gente va a incordiarle que el Congreso haya apoyado el adelanto de elecciones generales, al menos con una primera votación aprobatoria en el pleno, recién para abril del 2024, si acaso se consigue la segunda para que esto no sea solo un saludo a la bandera. Hubiese sido mucho peor, por supuesto, si descartaba por completo esa posibilidad y se enfrentaba a más de 8 de cada 10 peruanos que exigen esa salida política cuanto antes.

Pero ese diferimiento al 2024 puede verse, siendo uno inmerecidamente generoso con nuestros congresistas, desde una luz positiva, si asumimos que ha abierto una ventana de oportunidad menos apretada para implementar las que un 62% de la ciudadanía, según una encuesta de Ipsos, considera que deben anteceder e incidir en esas elecciones generales adelantadas.

Si uno ve lo disfuncional que es nuestro , es relativamente sencillo llegar a la conclusión de que necesitamos reformarlo. ¿Pero cómo exactamente? La citada encuesta de Ipsos captura el ánimo reformista de una mayoría, pero no es explícita sobre qué reformas podría estar pensando y con qué orden de prioridad.

Lo que termina siendo un acto de fe es pensar que esas reformas, las que fueren, van a propiciar ese cambio sistémico que le devuelva a la ciudadanía la confianza en la política. Pero no basta aquí la buena voluntad. Reformar el sistema político es como arreglar una máquina muy compleja: si nos equivocamos al poner una pieza, podríamos malograr el engranaje entre estas y estropearlo todo.

Por eso, siendo uno consciente de que las reformas no son un fin sino el medio, es necesario preguntarse no solo sobre el qué, sino antes incluso sobre el para qué reformar. Hasta los propios “reformólogos” vacilan al intentar dar una respuesta a lo último. Y siendo este un asunto tan nebuloso, los ciudadanos terminamos dándole un sentido que a nosotros nos es más fácil de explicar: reformamos porque queremos “que se vayan todos” (los malos políticos, se entiende).

Ese “que se vayan todos” es una idea muy poderosa y, sin embargo, profundamente equivocada. Nos ha llevado a cometer errores muy caros en el pasado. Por ejemplo, nos impulsó tiempo atrás a prohibir la reelección parlamentaria. ¿Por qué nos abalanzamos a hacerlo? Porque queríamos castigar a determinados políticos impidiéndoles que siguieran ocupando curules.

Y no es que uno haya querido castigar al político por el que votó, sino que queríamos castigar a los políticos por los que votaron otros, sin percatarnos en ese momento de lo tremendamente antidemocrático que era esto. Da la casualidad, además, que aprobamos un referéndum que recortaba derechos (el derecho a elegir y ser elegido), pero nadie se atrevió a decir en aquel entonces que por tal razón era inconstitucional.

El “que se vayan todos” también nos ha llevado a, mal que bien, preferir nuestro Parlamento unicameral porque, en el entendido de que todos los políticos van a ser malos, qué sentido tiene crear un Senado para darles más oportunidades de trabajo a quienes andan buscándolo. O qué sentido tiene incrementar el número de escaños en nuestra cámara única. Qué importa que el Perú sea uno de los países en la región con menor número de congresistas por tamaño de población; es decir, donde los ciudadanos estamos más subrepresentados en el Poder Legislativo.

Ahora pensemos en lo siguiente: ¿hacia dónde nos lleva, en el extremo, esta línea de pensamiento? Pues a que muchísimos compatriotas contemplen la posibilidad de vivir sin Parlamento. Que se cierre en definitiva el Congreso y así poder cumplir, a cabalidad, con la pretensión de “que se vayan todos” (con la excepción del presidente-dictador con el que nos quedaríamos).

Para pensar en reformas que realmente contribuyan a solucionar la disfuncionalidad de nuestro sistema político tenemos que reconocer los peligros asociados al “que se vayan todos” y reemplazarlo por algo que nos permita encarar el desafío reformista con una predisposición más constructiva.

¿Cómo empezamos? Pues cambiando el marco en función del cual nos explicamos el problema. Básicamente, hay que invertirlo. El problema no es que tengamos muchos malos políticos, sino que tenemos muy pocos de los buenos. Puede parecer un reencuadre puramente retórico, pero no lo es. Reformas como permitir la reelección parlamentaria o instaurar un Senado no tienen sentido desde la óptica del “que se vayan todos”, pero sí lo tienen si lo que queremos es facilitar el ingreso de quienes sean mejores.

Nuestro sistema político es una máquina que reproduce malos políticos, y los va a seguir reproduciendo aunque nos deshagamos de los actuales. Lo que tenemos que hacer es reformar esa máquina para que empiece a producir buenos políticos, que son los únicos que pueden desplazar de manera sostenible a los malos. Ese bien podría ser el hilo conductor de las reformas.

Augusto Townsend Klinge es fundador de Comité de Lectura y cofundador de Recambio