Uno: siempre se puede caer más bajo. La crisis política peruana expresada en el descrédito de su clase política y la insatisfacción con la democracia sigue en caída libre.
El Congreso tuvo a lo largo de las últimas semanas la oportunidad de otorgarle al país una válvula de escape, vía elecciones generales adelantadas. Pero, superando a Pedro, nos la negaron hasta cuatro veces. Tendría ahora el agua que volverse vino para que de aquí al viernes siquiera se la admita de nuevo a discusión y, en pisco fino, para que se consigan los 66 votos para llevarla a referéndum.
Dadas las honduras en las que nos ahogamos, bloquear una solución política a la crisis califica como una traición al país. Aun así, las encuestas les dan una aprobación a los congresistas de entre el 8% (IEP, enero) y el 11% (Ipsos, febrero); una constatación de que familias numerosas y muchos amigos de barrio sí tienen.
Pese a todos los desaires recibidos, el 2023 sigue siendo el año más popular para elegir nuevas autoridades (70% según Ipsos) y nuestro mal menor es el 2024 (22%). Que se queden hasta el 2026, como la gran mayoría de los otorongos sueña, llega al misérrimo 7%.
Aún más patético resulta lo de Perú Libre y sus desgajes, porque con sus votos vetaron cualquier posibilidad de que el adelanto no viniera con asamblea constituyente. Pregunta Ipsos si hubiera que escoger entre elecciones lo más pronto posible, elecciones con reformas y elecciones con asamblea constituyente, y las dos primeras (47% y 21%) hacen una sólida mayoría.
En cambio, la última recibe el apoyo del 19%, un cachito más que el porcentaje de los electores hábiles en la primera vuelta que votaron en esa línea (Castillo 11% + Verónika 4,5%). No los de la segunda, dadas dos razones: porque en ella el señor del sombrero escondió sus propuestas más radicales y, mucho más todavía, porque sus votantes fueron los anti-Keiko a ultranza. No por nada se ha hecho famoso lo de que, en esas elecciones, hasta un panetón barato le ganaba a ‘la señora K’.
Pero la decepción profunda es también con el Ejecutivo. Un 18% apoya a Boluarte, pero no me queda duda de que muchos de ellos la ven solo como un tapón contra una mayor inestabilidad política. De hecho, luego de que el Congreso decidió quedarse y que solo su renuncia permitiría elecciones en el 2023, el 76% se la pide.
Dos: las lecciones de Ícaro. Dice la mitología griega que Dédalo y su hijo Ícaro estaban retenidos en la isla de Creta por el rey Minos. Para que pudiesen huir, el padre construyó alas artificiales con plumas de aves unidas con cera. Al partir, le advirtió a Ícaro: “No vueles tan bajo que la espuma de las olas moje tus alas, ni tan alto que el sol derrita la cera que las une”. Pero, al poco rato, el joven, fascinado con el sol y creyéndose invencible, subió y subió hasta que las alas se fueron despegando y terminó ahogado en el mar.
A simple vista, las protestas de estos meses vienen menguando significativamente. Ello porque no hay forma de que minorías (un 10% dice haber participado en ellas), por más activas e impactantes que hayan sido, puedan mantenerse en acción y a la vez soportar la exigencia de las mayorías (75% de informales) que necesitan trabajar para vivir.
En ese contexto, la experimentada dirigencia de la CGTP se lanzó, a lo Ícaro, a una huelga general indefinida, algo que ni en su era estelar, los 70 del siglo pasado, habían conseguido. Asumieron que, si era bajo sus banderas, sí se podía conquistar el ‘cielo’.
El porrazo a tierra fue duro. Nadie que lo tenía dejó de ir a su empleo. El 9 fue un día de manifestaciones medianas básicamente pacíficas en Lima y algunos otros lugares. Los más radicales las miraron casi con indiferencia y los hechos de Juliaca respondieron a otra dinámica.
Tres: no confundir caída con solución. Si bien es una derrota para los ‘protestantes’ el hecho de que ninguna de sus cuatro demandas se haya conseguido, ello no es una victoria del Gobierno y, menos, del Congreso.
El Perú está demasiado inundado de muerte y odios mutuos como para que algo sano pueda emerger, ‘per se’, de este muy posible aterrizaje involuntario de los termocéfalos. De confirmarse, no nos dejemos llevar por el “uffff, afortunadamente ya todo pasó”. Porque, de ser así, nos toparíamos pronto con el “cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”, como cuenta de manera tan breve como esclarecida Augusto Monterroso.
Aunque en el Gobierno creen que sí, lo que ha ocurrido no se puede barrer bajo la alfombra. En un caso único en nuestra tambaleante democracia, nadie asumió la responsabilidad política por los hechos de Ayacucho y Juliaca.
Mi hipótesis es que, en ambos casos, en las equivocadas instrucciones desde el Gobierno (o en el hecho de no darlas) yace la explicación de muchas muertes que pudieron ser evitadas. No sé si hay una fórmula que pueda reunir consensos suficientes, pero saber la verdad de lo ocurrido ayudaría a la paz y a la democracia en esta época tan convulsa y polarizada.