Alfredo Thorne

Muchos nos preguntamos cómo hemos llegado a esta crisis en la que nos encontramos. Algunos han identificado su génesis en la que se gestó durante el gobierno de Pedro Pablo Kuczynski, que terminó con su renuncia el 23 de marzo del 2018, después de dos intentos de vacancia por parte de la mayoría fujimorista en el . Pero sería superficial pensar que esta crisis solo proviene del enfrentamiento entre el Ejecutivo y el Legislativo. De hecho, estos enfrentamientos parecen haber sido la norma en nuestra historia republicana y la razón de muchos golpes de .

La diferencia fue cómo se enfrentó la crisis política. Muchos recordarán que la mayoría congresal en ese entonces hizo uso del inciso 2 del artículo 113 de la Constitución, que permite la vacancia por “su permanente incapacidad moral o física, declarada por el Congreso”. En otras palabras, la mayoría apeló a los artículos parlamentaristas de la Constitución para vacar a un presidente elegido por el voto popular. Desde ese entonces, sin recurrir al voto popular, se ha vacado a otro presidente y cerrado un Congreso. Muy distinto fue el caso del expresidente Pedro Castillo, que fue justamente vacado por organizar un golpe de Estado.

No sorprende que la revista “The Economist”, en su índice global de democracia, nos califique como un “régimen híbrido”; es decir, entre democrático y autocrático. Nadie duda de que la Constitución permitía este tipo de vacancia. La pregunta es: ¿Tuvo alguna consecuencia sobre la percepción de adecuada representatividad y rendición de cuentas de las autoridades políticas, que es central en una democracia plena?

Mi hipótesis es que al hacer uso de estas cláusulas de excepción de la Constitución hemos quebrado el principio básico de la democracia –que los políticos son solamente los representantes de los ciudadanos y deben de dar cuenta de sus actos a sus electores–. El resultado lo confirma la encuesta de “The Economist”: nuestros votantes no se sienten representados por sus autoridades. Nicolás Maquiavelo, el más refinado de los analistas políticos, decía en 1513 que había dos tipos de príncipes (léase gobiernos): los que gozan del apoyo popular y perduran, y los que no lo tienen y recurren al apoyo de sus ejércitos.

La pregunta más difícil de contestar es: ¿Cómo logramos recuperar la confianza de los votantes? Es decir, ¿cómo volvemos a la democracia plena? Algunos analistas en estas páginas han propuesto electorales que parecieran ser muy justificadas. Pero uno se pregunta: ¿Es posible cambiar la percepción ciudadana y el comportamiento de nuestros políticos solo con algunas leyes electorales o necesitamos algo más?

La crisis es profunda y, por eso, algunos hemos apoyado elecciones con reformas. La legitimidad de nuestras siguientes autoridades está en juego, y no hacer cambios profundos podría llevar a extender la crisis actual de gobernabilidad y llevarnos hasta los extremos autocráticos de derecha e izquierda que, ciertamente, no queremos.

Ante este escenario, las reformas deben analizarse profundamente y priorizarse aquellas que le devuelven el poder al votante y obligan a las autoridades políticas a cumplir su rol de representantes de este poder y no arrogarse el poder absoluto sin rendición de cuentas. Sería iluso pensar que esta transformación se va a hacer en algunos meses, pero el debate debería de iniciarse con estas elecciones.

Dentro de las reformas que se han planteado y cumplen estas condiciones están, por ejemplo, la de reducir el tamaño de los distritos electorales en la elección de congresistas para darle más representatividad al votante; un Senado que respete el Estado unitario del que habla la Constitución, que combine el voto nacional unitario con la participación regional, y que se convierta en una Cámara revisora; renovación parcial del Congreso a mitad del período presidencial; elecciones primarias en los partidos para que los electores puedan elegir a sus candidatos; restricciones a postular a ciudadanos con sentencia judicial firme o investigaciones preparatorias abiertas por corrupción; y la eliminación del voto preferencial, que sesga el voto popular en favor de los partidos más votados y crea una mayoría artificial. Estas son algunas de las reformas que deberían de priorizarse y su propósito debiera ser garantizar la representatividad, elegir a los mejores y a los más probos.

El mayor reto es la transformación de los partidos políticos. Hoy se han convertido en instrumentos del mercantilismo; “cronysm”, como se le denomina en el mundo anglosajón –que procuran el beneficio personal de sus líderes y no el de la sociedad en su conjunto–. Muchas democracias han sucumbido ante estas presiones mercantilistas de derecha e izquierda, pero muchas han logrado su transformación. Por ejemplo, Francis Fukuyama, el analista político, describe a Estados Unidos después de su Guerra de Secesión de 1865 como un “Estado fallido”. Nosotros, después de la crisis de gobernabilidad en el 2001, tuvimos un nuevo resurgimiento de nuestra democracia y debemos adoptar muchas de las lecciones de ese entonces.

En mi humilde opinión, la conformación de los partidos y su gobernanza tienen que ser bastante más estrictas. Tendría que haber mecanismos de control interno y externo que obliguen a los partidos a los mayores estándares éticos. Un grave retroceso fue la eliminación de la reelección, no solo de congresistas, sino del resto de autoridades, con la excepción del presidente. Pensar que la carrera política es una profesión a tiempo parcial es iluso y dañino para nuestra democracia. El financiamiento del Estado a los partidos (correctamente fiscalizado y sin permitir los excesos que se han denunciado recientemente) es un muy buen instrumento para disciplinar a los partidos y cortar con el mercantilismo que tanto daño nos hace.

Todo lo anterior podría ayudar a transformar nuestra política, pero el elemento central es la participación de todos nosotros. Si logramos estas reformas, muchos van a querer participar activamente en la política. No necesitan ser candidatos o militantes, pero sí participar de las discusiones y, sobre todo, asegurarse que los mejores salgan elegidos. Sería la purificación de la política.

Alfredo Thorne es exministro de Economía y Finanzas