El mensaje a la nación del presidente Humala volvió a enfatizar su talante reformista. Articuló su discurso en torno a políticas sectoriales de educación, salud, lucha contra la pobreza y seguridad. Su propuesta es un encuentro entre la tecnocracia social solvente y su concepción de “democratización social”; el problema es si este matrimonio entre técnicos y eternos aprendices de políticos es suficiente para satisfacer las “demandas históricas” del país.
No existen reformas sustantivas sin alterar las estructuras. Para ello, la voluntad política del gobierno requiere dos elementos adicionales de los cuales carece actualmente: apoyo ciudadano (atorado en menos de un cuarto de la población) o coaliciones plurales (capacidad de convocatoria política reducida). Sin estos requisitos, cualquier planteamiento sectorial es cosmético, temporal y cualquier reforma se convertirá en oxímoron, por mesurada. No nos engañemos: en piloto automático no hay reforma posible.
Las carteras de Educación y Salud son los alfiles presidenciales que permiten al gobierno no perder de vista al electorado de “polo rojo” que –aún– sostiene su baja aprobación. Conjuntamente con el Midis forman una triada con cierta iniciativa, a través de la cual pretenden distinguirse de las gestiones precedentes. Pero, ¿se puede hablar siquiera de cimientos para una reforma social, con la oposición del magisterio y de la federación médica, esta última en huelga hace más de dos meses? ¿Basta el incremento en los presupuestos de inversión para alinear a las burocracias estatales hacia el norte planteado por los respectivos criterios técnicos?
Las “reformas” tecnocráticas no llegan a ser políticas (y de fondo) porque sus creadores ignoran (¿inconscientemente?) que el gobierno carece de capacidad para disminuir el riesgo político de sus medidas y que sufre falta de creatividad para incluir el impulso social en un marco que lo haga sostenible. No es casual la falta de concreción en materia de descentralización y de reformas institucionales. Sin el esqueleto institucional compuesto, ¿cómo hacer posible la articulación de políticas que requieren las reformas propuestas? Sin resolver la rendición de cuentas con las gestiones subnacionales –en medio de una crisis de corrupción–, ¿cómo se pueden consolidar las llamadas “reformas de segunda generación”? Finalmente, ¿acaso la reforma política urgente tiene que ver con “democracia interna” de los partidos y renuncia parlamentaria? ¿Con estas menciones se aborda la crisis de representación política?
El reformismo que evoca el presidente Humala es, pues, conservador. Se basa en paliativos envueltos de soluciones a males estructurales que, en el fondo, agrandan las expectativas de los peruanos, con efectos contraproducentes para la gobernabilidad.
Confunde optimismo con engaño. Es, en el mejor de los casos, una refacción de cañerías y no una reingeniería en los pilares del edificio. Es la distancia que existe entre un gasfitero y un arquitecto, sin exagerar. Esta limitación marca la previsibilidad del horizonte de la gestión gubernamental para los próximos dos años: más políticas sociales entusiastas, aunque aisladas, con riesgo de deslices populistas (por ejemplo, regalar ropa a recién nacidos a través del programa Bienvenidos), mientras se mantiene una fuerza laboral informal inmensa y un Estado ineficiente en términos generales, para distribuir beneficios a sus ciudadanos y garantizar, sobre todo, sus derechos. Es decir, a contracorriente de lo que ha señalado el presidente en su discurso, tengo mis dudas sobre las posibilidades de que su gobierno deje un mejor país del que recibió.