En 1964 fui profesor en la Universidad Nacional de San Cristóbal de Huamanga, en Ayacucho, y creí que sería la oportunidad para aprender quechua. Hablé entonces con el docente encargado de esa materia, don Edilberto Lara Irala, y separamos las mañanas de los sábados para iniciar clases particulares. Al asistir por primera vez, me sorprendió que se sumara otro alumno, el japonés Hiroyasu Tomoeda, fotógrafo de la misión de investigadores de su país que llevaba a cabo trabajos de arqueología en el Perú.
Tomoeda llegó con un libro de José María Arguedas bajo el brazo. Esto llamó la atención de Lara Irala, quien extrañado por la popularidad del autor, confesó no haberlo leído todavía. Agregó que deseaba hacerlo, porque entendía que él debía conocer tantos relatos como José María. Alentamos su interés y proseguimos con las lecciones.
Lara fue lo suficientemente generoso para que nuestras clases se alargaran por mucho más de lo convenido y las ilustraba con relatos y poemas de su terruño. Esto permitió que entre nosotros, sus dos alumnos, se iniciase una amistad que se mantuvo hasta la fecha en que falleció Hiroyasu.
Tomoeda se mostró mucho mejor dotado para los idiomas que yo, pese a no tener descanso en su tarea como fotógrafo. En realidad, usaba la cámara como herramienta para su aspiración académica: desarrollar su capacidad como etnólogo.
El interés por esta naciente especialidad fue mutuo y finalmente terminé envuelto en estudios antropológicos que continué formalmente fuera del Perú. Sin embargo, nos encontrábamos cada vez que regresaba a Lima, y pronto la coincidencia de temas dirigidos a los estudios de etnicidad y religión popular generó la formación de equipos de investigación que arrastraron a toda la familia (mi esposa e hijos), colegas japoneses y estudiantes peruanos.
En 1982 llegó el momento de publicar nuestros primeros trabajos y de ello se encargó el Museo Etnológico Nacional de Japón, ubicado en Osaka, donde Tomoeda era ya investigador y llegó a ser director del área de América Latina. Fue entonces cuando inicié mis viajes al Japón. Comenzaba la década de 1980 y el país mostraba el éxito de su recuperación económica. Viajaba esa vez para asistir a un congreso, pero la administración del museo decidió que permaneciera unos meses más para cuidar la edición de las actas del evento, lo que me abrió las puertas a la fascinante sociedad que era mi anfitriona.
Es imposible que pueda decir algo significativo sobre el Japón en tan pocas líneas. Apenas mencionaré la voluntad de mis compañeros de trabajo al hacerme sentir parte de un equipo empeñado en una labor importante, que compartían conmigo una absoluta seriedad y dedicación para asumir las tareas bajo su responsabilidad. Las distancias culturales fueron minimizadas, asumiendo mi ignorancia con paciencia. Y sus explicaciones detalladas y afectuosas me abrieron un mundo muy diferente al mío.
No podré olvidar una cena en un lujoso restaurante al que nos invitó el director del museo, el señor Tadao Umesao, quien fue recibido por la gerencia y personal en la puerta del local. Durante la cena, mi esposa y yo fuimos asistidos por damas vestidas con ropas tradicionales, que con señas y gestos nos indicaban el comportamiento correcto, mientras Tomoeda y su esposa (nacida en el Perú) nos traducían lo necesario para seguir el ritmo del agasajo. Supongo que podríamos haber hablado todos en inglés, pero no hacerlo agregó un encanto especial a la reunión.
Los viajes al Japón se convirtieron en una tarea necesaria para nuestras investigaciones, que siempre fueron publicadas. Dejando de lado toda modestia, estoy seguro de que han contribuido a la formación de nuevos investigadores, que hoy siguen estudiando la historia, antropología y arqueología de nuestra patria. Su labor, siempre dedicada y silenciosa, es ajena a los despliegues publicitarios (en contraste con el afán de colegas de otros países, que por sus propias razones buscan un eco inmediato en nuestros diarios o en los diferentes medios de comunicación).
No los he contado con detalle, pero con seguridad hay en mi estante alrededor de diez volúmenes publicados como coautor con Tomoeda, colegas de su generación y discípulos suyos. La mayoría de ellos está en español, aunque no faltan libros en inglés y japonés, cuya presencia es más bien un cariñoso recuerdo.
Como conozco la presencia de intelectuales japoneses trabajando temas peruanos e investigando en nuestro territorio, confío en que nuestra cultura siga vigente en sus planes de desarrollo académico. Por mi parte, haré lo posible para que este nuevo viaje, dentro de unos meses, refuerce el espacio de mutua colaboración, para no reproducir lo sucedido en Europa, donde el interés por América Latina ha disminuido de manera visible.
Como era de esperarse, en ocasiones anteriores he viajado por diversos lugares de las islas japonesas. En una de esas giras, viví la emoción de caminar por la ciudad de Hiroshima, en la isla de Honshu, y saborear el reclamo de paz que constituye la nueva arquitectura y la utilización del paisaje que, sin embargo, deja al descubierto más de un lugar en el que se muestra la ferocidad de la destrucción atómica del 6 de agosto de 1945. Irónicamente, el artefacto lanzado llevaba el nombre de Little Boy, y causó la muerte de 166.000 personas, sin mencionar las consecuencias duraderas de esa atrocidad, cometida al final de la Segunda Guerra Mundial.
El recuerdo de aquella visita no puede dejar de traer a mi mente el creciente temor de un nuevo enfrentamiento entre Asia y Occidente. Tanto más si el filme de 1983 “The day after” (El día después), dirigido por Nicholas Meyer, fue rodado en lugares muy conocidos por mí (Kansas y Misuri). En esa película se hizo una recreación realista de lo que podría suceder luego de una confrontación atómica, aunque los rivales sean distintos a los que ahora se amenazan.
El daño que anticipamos, y que también debería asustar a los probables protagonistas, ya no se puede medir en espacios territoriales, estructuras materiales o vidas inocentes. Peor que todo eso, es una muestra más de que la sociedad humana no aprende de sus errores.