“Si en el plano jurídico puede haber dificultad para calificar como ‘relación colonial’ a la que hubo entre Madrid y los virreinatos americanos, en el terreno económico y social el panorama luce más claro”. (Ilustración: Víctor Aguilar Rúa).
“Si en el plano jurídico puede haber dificultad para calificar como ‘relación colonial’ a la que hubo entre Madrid y los virreinatos americanos, en el terreno económico y social el panorama luce más claro”. (Ilustración: Víctor Aguilar Rúa).
/ Víctor Aguilar Rúa

La conmemoración del de nuestra nos lleva a preguntarnos sobre la naturaleza del régimen que terminó en 1821. En el siglo XIX, el afán del nuevo Estado y las nuevas élites por afianzar su legitimidad llevó a una crítica acerba contra el viejo régimen, que fue tildado despectivamente como la “era del coloniaje”. Al coloniaje se le responsabilizó por la degradación de la raza indígena, el poco avance de la ciencia, el atraso económico y cuantos males podían hallarse por estos lares. Una actitud que, en tiempos más recientes, se ha mantenido entre nuestros científicos sociales bajo el uso de conceptos como “herencia colonial”. El propósito era felicitarnos, sin dudas ni murmuraciones, por haber terminado con tan abyecta y penosa experiencia.

Pero desde mediados del siglo XX, el pasado comenzó a ser distinto. Una de las cosas fascinantes de la historia es que permite comprobar cómo la apreciación sobre las épocas pretéritas va transformándose conforme avanza el tiempo. Así, períodos tenidos por los cronistas del como oscuros y penosos, como los de la era prehispánica, pasaron en la República a ser concebidos bajo otra luz. Mientras que las épocas tenidas por felices resultaron juzgadas con miradas más severas e inquisidoras.

En el ámbito latinoamericano, un hito de cambio en la apreciación del período pre-independiente fue la publicación, en 1951, del libro del historiador argentino Ricardo Levene, “Las Indias no eran colonias”, cuyo título revelaba nítidamente su propuesta. ¿Qué habían sido entonces los virreinatos? Se desarrolló el argumento de que la monarquía católica (llamada así ya que, en el terreno formal, no existía un “imperio español”) consistía en un conjunto de territorios articulados bajo distintos pactos con la Corona Hispana. Se trataba de una “monarquía compuesta” por diferentes reinos, vicerreinos, ducados o condados vinculados o atados a Madrid por distintos códigos legales o pactos políticos que, para el caso americano, eran las Leyes de Indias. En el Perú, esta corriente ha tenido sus representantes en historiadores como Guillermo Lohmann y, más recientemente, Fausto Alvarado (que también fue congresista) y Rafael Sánchez-Concha.

En cualquier caso, virreinatos de la monarquía católica fueron también los territorios de Nápoles y Sicilia, en la actual Italia. Pero la investigación histórica halló que, mientras en algunos lugares los reinos, virreinatos o condados pudieron mantener sus propias estructuras políticas y económicas, haciendo del virrey o representante del monarca un cargo meramente administrativo, en otros, dichas estructuras se derrumbaron, haciendo que las autoridades nombradas desde la metrópolis ejercieran un poder mucho mayor. Este habría sido el caso de los reinos americanos, como México y el Perú. Ciertamente, el término “colonia” no se empleó antes del siglo XVIII para referirse a ellos. Sin embargo, a partir de entonces fue utilizado por la élite criolla para criticar la cortedad del lazo con el que el poder metropolitano nos tenía sujetos. Por otro lado, esta élite podría argumentar que las Leyes de Indias no fueron el fruto de un consenso o de un pacto suscrito desde ambos lados del Atlántico, sino que se trataba de un texto impuesto desde la península ibérica, y que los reinos americanos carecieron de representantes en las Cortes hasta 1809.

Si en el plano jurídico puede haber dificultad para calificar como ‘relación colonial’ a la que hubo entre Madrid y los virreinatos americanos, en el terreno económico y social el panorama luce más claro: a la población americana, y sobre todo a su clase indígena, se le impusieron cargas y limitaciones que no se le impusieron a la población originaria del centro imperial, ya sea que habitasen en la península ibérica o en los territorios de ultramar. El trabajo forzado en las minas u obrajes, la proporción de esclavos en las actividades productivas, las barreras para desarrollar actividades productivas que compitiesen con las del territorio central o el impedimento para comerciar con países distintos a los que conformaban el imperio o la monarquía compuesta (así como las trabas para el comercio entre las regiones periféricas) nos indican que, en América, los reinos tenían menos derechos o un tratamiento distinto al de sus pares europeos. Lo que justificaría considerarlos, o que sus habitantes se considerasen así mismos, como colonias.

El debate sobre si fuimos reinos o colonias ha tenido sus correlatos. Porque quienes sostuvieron el argumento de los reinos han tendido a considerar, como el historiador ecuatoriano Jaime Rodríguez, que la Independencia fue un error, por lo menos en el momento en el que ocurrió, ya que trajo más costos que ventajas a la población supuestamente beneficiada con la ruptura del pacto imperial. En este antiguo país de los incas, los historiadores hemos esquivado este debate sosteniendo que la Independencia fue un desafío, que quizás no llegó en el momento más adecuado, pero que, como elegantemente señaló , nos trajo la promesa de la vida republicana que, en el campo de la política, parecía superior a la monarquía.