Aun cuando el término se asocia con la reforma protestante, el es tan antiguo como el mito y el hecho religioso.

Desde el principio, y especialmente desde sus respectivos apogeos, las tres principales monoteístas abrahámicas –el cristianismo, el islam y el judaísmo– sostienen que sus sagradas escrituras y sus dogmas son los verdaderos.

Las tres religiones fueron perseguidas y, a su vez, persiguieron. Basta recordar que en 1492 los reyes católicos expulsaron y persiguieron a judíos y musulmanes, así como la calificación de infieles –desde Mahoma– de quienes no profesamos el islam.

Por cierto, también fueron fundamentalistas quienes rechazaron los conocimientos de Copérnico y de Newton, así como los que en 1925 condenaron a John Scopes en Tennessee por enseñar la teoría de la evolución de las especies de Darwin en el famoso “Juicio del mono”.

Hubo también autores que sostuvieron que el fundamentalismo nunca desapareció y que tampoco estuvo inmovilizado. Otros, sin embargo, expusieron diferentes tesis: Hobbes imaginó que Dios se había retirado del mundo, Darwin redujo nuestra condición humana a la de simples animales y Nietzsche declaró la muerte de Dios.

Tras crear una espiritualidad sin Dios, Occidente vivía un proceso de secularización y el laicismo parecía triunfar al separar al Estado de la fe. Creímos haber alcanzado un nivel racional dado que profesar un culto correspondía al fuero interno, aun cuando externalizáramos nuestra fe al concurrir a un templo o vistiendo algo que nos distinguiera. Pero, como no solemos acudir a velorios de dogmas, el fundamentalismo regresó, o nunca se fue, como realmente creo.

El fundamentalismo también tumba gobiernos. La Revolución Islámica se cargó al Sha de Persia en 1979 e instaló una república teocrática y coránica ungiendo al ayatolá Jomeini como “Guía de la Revolución”. En 44 años, el régimen totémico ha despojado a las iraníes de todos sus derechos. En Irán una persona puede ser condenada a muerte por el “delito” de “odiar a Dios”.

Así, observamos que el fundamentalismo se retroalimenta con la violencia; iglesias católicas, templos judíos, mezquitas, símbolos laicos o casas editoriales –por publicar un libro– son cruelmente atacadas como otras tantas religiones y credos que aún tienen que afrontar la estulticia fundamentalista en los lugares más insospechados. Por cierto, no pocos seguidores de Buda y de Confucio también son fundamentalistas por cuanto no aceptan convivir con otros credos.

El fundamentalismo se consolida en variados países, en extensos estratos sociales, en ciertos grupos étnicos y en organizaciones políticas pudiendo adoptar condiciones nacionales o globales y causar grandes diásporas.

Así, los fundamentalistas conciben su identidad cosmogónica o religiosa como la única, la pura y la redentora, pudiendo llegar a dividir a un país en dos “naciones”, una religiosa y otra laica.

Quienes así perciben su existencia se sienten en constante riesgo, dado que todo aquello que –real o supuestamente– les resulte desconocido, extraño o revisionista, se convierte en una amenaza a repeler y a destruir mediante una batalla no convencional, en una guerra casi cósmica entre las fuerzas del bien y las fuerzas del mal.

En adición, como en el pasado, el fundamentalismo político y religioso resulta incompatible con la convivencia más elemental. Hoy asesina a autoridades, a candidatos políticos y a periodistas. Vía el terror, impacta y compromete valores tan preciados como la libertad, la democracia, el pluralismo y la tolerancia civil y religiosa.

A la luz de los hechos y de los peligros reales, es imperioso reprobar y combatir al fundamentalismo y a los fundamentalistas –incluyendo terroristas y separatistas– por cuanto son excluyentes, usan métodos violentos, aterrorizan e inmovilizan a la población y arrinconan a Estados y a gobiernos.

Finalmente, los peruanos no podemos permitir la amenaza fundamentalista que atenta contra nuestra identidad libertaria, que socava nuestra condición unitaria y que compromete nuestra seguridad nacional.

Notifíquese, entiéndase, obsérvese, combátase y asegúrese.




*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Javier González-Olaechea Franco es PhD en Ciencia Política, graduado en la ENA e internacionalista