(Ilustración: Giovanni Tazza).
(Ilustración: Giovanni Tazza).
César Azabache

Hablemos de acuerdos. Dos partes se sientan a la mesa porque encuentran un objetivo común que justifica construir una relación equilibrada de intercambio y cooperación. Harán una declaración sobre los intereses que comparten y acordarán reglas diseñadas para mantener las cosas en balance. Dos partes quieren un puente; una quiere construirlo, la otra quiere usarlo, ninguna quiere que se desplome. El acuerdo no evita disputas, pero debe contener las llaves para resolverlas.

Las cosas cambian cuando quienes firman un acuerdo son las autoridades de un y los que han cometido crímenes en su territorio. Aquí no hay simetría ni igualdad teórica imaginable. Ni siquiera hay un verdadero propósito compartido que impregne la relación de confianza. Una de las partes se quita las esposas solo para sentarse a la mesa. Por eso, estos acuerdos siempre serán ambiguos en su alcance e inestables en su desarrollo. Difíciles de digerir como la necesidad de usar informantes o escuchar las conversaciones de una mafia. Quien violó la ley debe recibir una sanción, pero, en estos casos, las autoridades aceptan reducir o incluso renunciar a toda sanción a cambio de evidencias contra terceros e indemnizaciones directas. Un pragmatismo que incomoda a cualquiera. Pero que a estas alturas es inevitable.

En el mejor escenario imaginable, los acuerdos de este tipo se firman y se ejecutan en reserva. Nadie se entera jamás de su existencia cuando ellos producen evidencias que no requieren testimonios o suponen prestaciones que pueden pagarse en un solo acto, sin cronogramas que obliguen a mantener relaciones incómodas, expuestas a reacomodos. En el acuerdo perfecto hablan las evidencias, no las personas.

No obstante, esto es imposible cuando se trata del .

Si alguna ventaja ha obtenido Odebrecht en esta historia, ella proviene de la inevitable publicidad de estos asuntos, del tiempo que tomará estructurar las reparaciones por pagar y de las evidentes interferencias políticas que enfrenta el proceso. En el juego de las posiciones, Odebrecht cuenta a su favor con el amplio margen de maniobra que le conceden nuestras disputas internas.

¿Dónde están las rendijas? El acuerdo contiene un cronograma de ejecución y eso obliga a interpretar sus cláusulas varias veces en el tiempo. Las disputas en estos casos son siempre disputas sobre el alcance y el sentido que debe darse a sus cláusulas cada vez que estas deben usarse. Los acuerdos se interpretan atendiendo al modo en el que las partes entienden que han ganado o perdido cosas al firmarlos. Por eso, el juego lleva siempre a los adversarios a intentar que sus contrapartes anticipen declaraciones que les perjudiquen sobre el alcance de sus obligaciones. Es un juego de manual, en el que nosotros caemos con una ingenuidad que alarma. Si Odebrecht quiere que le entreguen los S/524,5 millones del saldo teórico de la venta de , entonces será el primer interesado en que se multipliquen las voces que suponen que el Estado debe pagarlos. Odebrecht necesita que reconozcamos que le debemos las cosas que pretenden tomar. Aunque no sea cierto.

La venta de Chaglla permitió a Odebrecht cerrar las deudas que mantenía con los dos acreedores prendarios del proyecto por más de US$300 millones, aproximadamente la mitad del precio de venta. La venta sostuvo el pago hecho a la Sunat por US$140 millones y sostiene financieramente el compromiso asumido por Odebrecht con el Estado con ocasión del tercer acuerdo, que, considerando intereses, supera los US$240 millones. Sin embargo, la operación produjo un saldo teórico –los S/524,5 millones– que Odebrecht parece querer reclamar para sí. Ese saldo no ha sido entregado a un juez o a un notario en un certificado bancario para que sea endosado a su favor al cabo de unos días. Ha sido entregado a un fideicomiso, sobre la base de estipulaciones muy claras que lo convierten en parte del respaldo financiero de una operación sumamente compleja aún sujeta a ampliaciones que deben negociar las partes en función a hechos que todavía no han sido aclarados suficientemente.

La ejecución del acuerdo no tiene manera de conducir a un simple endose de un saldo teórico que es solo eso: un saldo teórico, y no un resultado neto de ganancias a distribuir.

Necesitamos un comisionado de ejecución del acuerdo. Una autoridad en la que todos confiemos a la que encarguemos interpretar el acuerdo por la parte peruana, de manera que dejemos de perdernos en estas trampas que, perdonen, nosotros mismos hemos generado.

Hablamos de Odebrecht y del tercer acuerdo. Hablamos entonces del gasoducto. Hablamos también de sobornos que pasaron de US$29 millones a más de US$80 millones. Hablamos de US$9 millones filtrados en la política y hablamos de arbitrajes, de Rutas de Lima, de Olmos y de Chavimochic.

¿En serio puede alguien pensar que en este caso estamos contra las cuerdas?