Olvidémonos de China, del precio de los metales, de la FED y de Donald Trump. El Perú puede crecer 5% de manera sostenida, crear empleo y eliminar la pobreza. Eso, sin embargo, no sucederá sin antes someter al sistema administrativo-burocrático a una cirugía mayor.
El crecimiento de la economía peruana este año rozará el 4%. Pero a medida que las grandes minas que entraron en producción en los últimos 18 meses alcancen el próximo año máxima producción, su contribución al crecimiento se aproximará a cero. El gobierno confía en que sea la inversión en los grandes proyectos que se esfuerza en destrabar aquello que reemplace la menguante contribución de la minería. Pero hacia el 2018 la inversión privada general, que este año caerá en 6%, será la única capaz de hacer que el Perú crezca nuevamente. Si ello no sucede, el Perú habrá entrado en un período de crecimiento raquítico, incapaz de generar empleo y reducir la pobreza.
El gobierno es plenamente consciente de que la suerte de la economía peruana depende casi exclusivamente de la voluntad de invertir del sector privado.
El deseo de invertir no falta. El Perú cuenta con los requisitos básicos para que la inversión privada aumente fuertemente. Están los millones de empresas de todo tamaño listas para poner en marcha sus planes de inversión; están los empresarios, desde los muy pequeños hasta aquellos que manejan inversiones enormes; están las necesidades de mayor infraestructura, mayor oferta de bienes industriales, comercio y servicios de toda índole; los proyectos mineros prestos a iniciarse; el financiamiento interno y externo. Todo esto dentro del marco de una situación macroeconómica verdaderamente envidiable. ¿Qué impide entonces una explosión de la inversión? La respuesta es simple: la economía peruana está trabada en grado extremo por un sistema administrativo que ha hecho metástasis y que es capaz de frenar cualquier plan de inversión. En la república burocrática del Perú una legión de funcionarios estará siempre dispuesta a cortar cualquier intento de crear riqueza y a sumir en el desánimo al empresario más entusiasta y visionario.
Podríamos colocar la fecha de fundación de esta república en un 21 de marzo del 2001 durante el gobierno de transición en que a modo de una especie de ‘carta magna’ se promulgó la llamada Ley del Procedimiento Administrativo General (Ley 27444), la que entraría en vigencia a los seis meses de su publicación bajo el régimen del presidente Alejandro Toledo. La ley, seguramente pensada como un intento por ordenar bajo un solo instrumento todos los procesos administrativos, ha servido de base, en la práctica, a miles de entidades del Estado para prodigarse en reglamentos, directivas, ‘textos únicos’ y procedimientos administrativos construyendo gradualmente la tóxica e infranqueable maraña de trámites, procedimientos y multas con los que el Estado se relaciona con individuos y empresas.
La ley, con 158 páginas y sus 239 artículos (la Constitución tiene 206), se refiere en 135 oportunidades a nosotros, los ciudadanos, como ‘los administrados’ sin poder evitar que el Estado nos trate siempre con sospecha; sin aplicar principios elementales de presunción de veracidad, razonabilidad, eficacia o, en muchos casos simple legalidad. Todo ello alimentado por el perverso incentivo del cobro por el trámite o en aplicación de la multa.
El presidente del Consejo de Ministros y también otros ministros, como el de Trabajo y el de Producción, se han propuesto abordar con decisión el problema de la sobrerregulación y ya han adoptado medidas que atacan algunos de los casos más flagrantes del problema. Sin embargo, en mi opinión, un sistema administrativo disfuncional en extremo como el peruano no es susceptible de arreglo; debe ser reemplazado. La maraña es demasiado tupida como para que unos pocos funcionarios, machete en mano, intenten limpiarla. Se requiere un enfoque de solución sistémico y total.
Un equipo especializado debe tomar las mejores prácticas administrativas del mundo, construir un sistema administrativo paralelo totalmente nuevo y, una vez listo, someterlo a pruebas rigurosas en uno o más sectores de la administración pública. Comprobada su eficacia se debe proceder al ‘apagón total’ del actual sistema administrativo. En el nuevo sistema, ninguna entidad retendrá para si el monto de tasa, multa o cobro alguno, ya que los llamados ‘recursos directamente recaudados’ (que cual droga es consumida por la burocracia en dosis crecientes) habrán sido eliminados. El nuevo sistema deberá ser extendido a todos los niveles de gobierno y constará, como en los países más avanzados, del menor número posible de normas pero que deberán ser de cumplimiento estricto.