Las tardes y noches de hora punta, a lo largo de la remozada y galáctica avenida Larco, se apostan no menos de seis inspectores municipales de transporte que con sus varas luminosas obligan a los choferes de transporte público a encarrilarse por el lado que les corresponde sin adelantar ni cometer imprudencias ni vivezas tan características de aquellos choferes.
A finales del 2010, luego de sonados casos de imprudencia peatonal, comenzaron a aplicarse las multas a peatones y salieron los policías en tropel con sus papeletas en la mano para imponer a diestra y siniestra multas. La campaña duró unos cuantos meses. Me pregunto, ¿cuántas papeletas se llegaron a pagar?, pero más aún, ¿cuántas de esas papeletas cumplieron su propósito coercitivo y aleccionador?
Las vías “rápidas” del Callao están permanentemente vigiladas por ojos electrónicos para que los autos no se pasen de la velocidad estipulada, observando cada kilómetro hora para que ninguno infrinja lo que se manda y se escribe en grandes carteles por doquier.
Estos son solo algunos ejemplos de nuestra Lima (y Callao), que trata de imponer orden y respeto, además de educar y corregir costumbres. En el primero de ellos, la cuestión es, ¿hasta cuándo tendrán que estar esos inspectores? ¿Eternamente? La respuesta quizás sea afirmativa, puesto que cuando desaparece la figura de autoridad, hacemos lo que no viene en gana, como un salón de nido sin profesora.
Así gastamos recursos en vigilar y ordenar que pueden ser destinados a otros lugares, como educación, por ejemplo. Créanme que no digo que esta vigilancia no sea necesaria, lo es y mucho, pero mi cuestionamiento es: ¿hasta cuándo? ¿Hasta cuando dejaremos de ser unos niños malcriados que al menor atisbo de ausencia de la autoridad vamos por el carril que mejor nos parezca, cruzamos por donde nos da la gana y vamos a la velocidad que mejor nos plazca? ¿Hasta cuándo necesitaremos a alguien que nos diga que no nos portemos mal? ¿Cuándo aprenderemos a convivir en armonía y respeto por los demás?
Pareciera ser que buscáramos portarnos mal para tener esa figura paterna que nos diga cómo llevar nuestras vidas en sociedad, tener siempre ese símbolo que nos permita identificarlo como el antagonista y contra el cual se descarga nuestra personalidad interna de niño quejón y malcriado.
En el libro “El Señor de las moscas”, de William Golding, se cuenta de una sociedad de niños que, abandonados en una isla desierta, comienzan a aplicar sus propias reglas de gobierno, y en el que la más salvaje naturaleza humana gana sobre el bien común.
La individualidad llevada a su más cruel expresión.
En nuestra república de niños gana quien se pone primero al frente de la clase, se sube a la silla, se tira un pedo y todos lo imitan. Gana quien va más rápido, quien se salta los carriles, quien corta camino. Hasta que entre la profesora nuevamente.
¿Cuándo aprenderemos que esa profesora no va a estar allí eternamente?