Platón nunca imaginó que existiría Internet, pero ya avizoraba que el mundo de las imágenes y las falsas sombras terminaría por deslumbrarnos y, a su vez, sugirió que más deslumbrante era la realidad. Como si fuera poco, y tal vez consciente por el destino de Sócrates, sabía que enseñar a las personas a pensar por sí mismas sería algo riesgoso, pero necesario. René Descartes, sin tener la más mínima idea de lo que sería la posverdad de Internet, nos invitaba a dudar de todo menos de nuestra capacidad de pensar, que al final demostraba una verdad inapelable: nuestra propia existencia.
En la literatura, George Orwell ya avizoraba lo que era una vigilancia extrema basada en un ojo gigante que nos puede parecer demasiado familiar ahora, y Aldous Huxley describía un “mundo feliz” basado en una sobrecarga de placer que nos volvía pasivos a partir del consumo. Ambos parecían predecir nuestro mundo actual más que estar escribiendo literatura de ficción.
La historia y la arqueología nos han enseñado claramente que los imperios que acumulan poder piramidal, centrándose en una cabeza demasiado poderosa con un poder inapelable, no pueden sostenerse con el tiempo y su solidez es frágil como un castillo de naipes, ya que las ideologías tienen fecha de caducidad.
Cuando caminaba por el patio de Letras de la Universidad Católica, Luis Jaime Cisneros nos hablaba del conocimiento como una forma de entender el tejido social, y el profesor José Antonio del Busto nos repetía que la historia eran las cosas “como fueron y no como hubiéramos querido que fueran”. No se trataba de aceptar las cosas que no podíamos cambiar, sino de cambiar las cosas que no podíamos aceptar a partir de estudiarlas y conocerlas desde su base y su esencia.
Escribo estas líneas caminando nuevamente por el patio de Letras ante la revolución digital que, sospecho, es un salto cultural fuerte y nos hace vivir una transición importante. Pero, como hemos visto, de ningún modo debe dejar de lado las humanidades; muy por el contrario, debe convocarlas, porque la era digital sigue dependiendo del teclado accionado por aquel ser extraño que es el humano, al que tenemos que conocer.
La inteligencia artificial ha sido recibida con un entusiasmo desmedido al poder combinar elementos que se encuentran previamente en Internet y procesarlos de manera rápida para generar un producto nuevo. Sin embargo, no puede generar realidades nuevas como los humanos lo hacemos, combinando constantemente nuestras propias vivencias a través de nuestra manera de aplicar el lenguaje, creando nuestros mundos, como lo explicó el filósofo alemán Ludwig Wittgenstein.
Las humanidades llegaron para quedarse. La filosofía, la literatura, la lingüística, la geografía, las ciencias de la información, la arqueología, la historia y todas las disciplinas que nos acercan a la forma de comprender nuestra esencia deben potenciarse en la educación escolar y universitaria, más aún en un mundo donde los procesadores entusiasman a los jóvenes. Somos más que simples sistemas, somos mucho más que variables y somos imposibles de administrar a través de sumatorias.
Hace unos días, el antropólogo Rodrigo Canelo sustentó una sobresaliente tesis de maestría sobre los antiguos libreros del jirón Amazonas en el Centro de Lima y su adaptación al mundo digital. Rodrigo comentó acerca de esta revolución radical que implicaba la mudanza lectora hacia el ciberespacio y sugirió que estábamos viviendo un cambio cultural bastante importante, para concluir con una frase final: “Debería preocuparnos”.