Mañana, el Reino Unido, una de las democracias más sólidas del globo, coronará a su nuevo rey. Carlos III, el más longevo de los príncipes de Gales, que devino monarca apenas se apagó la vida de su madre Isabel II el 3 de setiembre del 2022, finalmente será ungido en el cargo para el que nació. Y el escenario será la Abadía de Westminster, donde hace 70 años se coronó a su predecesora y donde, por más de 900, se ha coronado a todos los reyes de Inglaterra, empezando por Guillermo el conquistador en 1066.
Desde afuera, y para una minoría de británicos, situaciones como estas exaltan potentes sentimientos republicanos y muchísimo cinismo. Es fácil llenarse la boca de críticas contra todo el protocolo, los carruajes dorados, los atuendos medievales, los ritos antiguos y, así, morir en el palo de los escépticos, de los que tachan todo como una huachafería y llaman la atención sobre lo anticuado que resulta la preservación del derecho divino de los reyes en pleno siglo XXI.
Aquello, a mi juicio, supondría quedarse en la superficie de un modelo político que, aunque muy dependiente de él, trasciende el espectáculo. Y que, si bien no es un ejemplo que podamos o queramos seguir, pues la monarquía británica funciona precisamente porque es la monarquía británica, sí nos puede dar lecciones valiosas sobre lo esenciales que resultan las instituciones en democracia, lo vital que es que estas sobrevivan a las personas y que tengan peso por sí mismas. Esto, sin mencionar que se trata de una clara muestra de lo únicos e irrepetibles que pueden ser algunos sistemas políticos, al punto que, si no se viven, simplemente no se entienden o se desprecian con mezquindad.
En su libro “La Constitución inglesa”, Walter Bagehot se refiere a las dos partes que componen el Estado en ese país: lo digno y lo eficiente. Lo primero está en manos de la familia real, que debe “exaltar y preservar la reverencia de la población”, y lo segundo, en manos del gobierno (elegido democráticamente), que debe “emplear esa reverencia en el trabajo de gobernar”. Sería injusto comparar la popularidad de ambos ingredientes del Estado Británico, toda vez que el éxito del primero depende de la discreción y del silencio (constitucionalmente obligado) frente a los quehaceres políticos y, en el caso del segundo, de la pericia del primer ministro de turno para salir airoso del barro político y de la implementación de medidas que afectan el día a día de la ciudadanía.
Sin embargo, como demostró con creces el reinado de Isabel II, el país se recuesta sobre ambos, con la monarquía haciendo de tierra firme incluso en las peores tempestades. Y ese es quizás el valor principal de la monarquía británica: la continuidad, la compañía a una nación que, mientras en el Parlamento se sacan los ojos, mientras las tragedias se acumulan y mientras se enfrentan guerras (frías y calientes), siempre ha podido volver los ojos, no a una persona, sino hacia una institución que tiene la eternidad como objetivo y que los reúne como compatriotas.
Y no solo la institucionalidad monárquica debería tener esta solidez y esa tendencia a la majestuosidad. Toda organización destinada a encarnar una nación, como ocurre con la Presidencia en nuestro país, debería ser venerable y respetable a pesar de quien la ocupe, y el ocupante debería sentirse apenas como un custodio, responsable y cauto, de una tradición que es mucho más importante que él. En el Perú, empero, nuestros jefes de Estado solo han sabido envilecer y trapear el piso con la investidura que se les confió. Y acumular el desprecio de los ciudadanos.
Según el National Centre for Social Research, el 55% de los británicos considera que la monarquía es muy importante o importante. Alrededor de 250.000 personas hicieron una cola que cruzó todo el centro de Londres durante días para participar en el velorio de Isabel II. Millones participarán y sintonizarán la coronación de Carlos III. Porque todo es mucho más que pompa y circunstancia.