Una de las razones por las que los gobiernos alrededor del mundo han tenido enormes dificultades en lidiar con el coronavirus ha sido la incertidumbre. Simplemente no sabemos lo suficiente como para diseñar las políticas públicas y privadas que serían óptimas, tanto del punto de vista de la salud pública como de la economía.
La economista Allison Schrager destaca que “entre las incógnitas que hay sobre el virus se encuentran: las tasas efectivas de hospitalización y mortalidad, qué tan infeccioso es, cuántos pacientes asintomáticos están dando vueltas por ahí, cómo afecta a los jóvenes, cómo varían los factores de riesgo entre diferentes países con diferentes poblaciones, niveles de contaminación y densidades urbanas”. Yo agregaría otras variables como el nivel de desarrollo y el tamaño del sector informal.
En un ensayo en el “Wall Street Journal”, Schrager nos recuerda una útil observación del economista Frank Knight del siglo pasado: la incertidumbre y el riesgo son cosas diferentes. El riesgo se puede medir basado en datos históricos, y por lo tanto el futuro es manejable pues se pueden calcular los costos y beneficios relacionados con las decisiones. La incertidumbre, en cambio, se trata de resultados impredecibles.
Dado que nos enfrentamos a tanta incertidumbre, las decisiones públicas y privadas han sido difíciles de formular y han sido frecuentemente drásticas, sean esas justificadas o no. En la práctica, esto ha significado que los trabajadores se quedan en casa, bajando así la producción, y que los consumidores, que incluye a toda la población, también se quedan en casa. Las inversiones se posponen. La caída en la oferta y la demanda se derivan de una combinación de decisiones voluntarias y obligatorias.
La incertidumbre respecto a la gravedad de la situación explica los pronósticos económicos negros alrededor del mundo. Goldman Sachs estima que la economía estadounidense caerá 24% en el segundo trimestre –mucho peor que durante la gran recesión–. Un país rico puede aguantar un mes, quizás dos, de una economía paralizada. Pero es insostenible a través del tiempo. Es difícil calcular los costos y beneficios de las políticas gubernamentales durante esta crisis, pero en la medida en que se alarga la emergencia vale la pena preguntarse si el remedio es peor que la enfermedad.
Los costos de las políticas para enfrentar la crisis no son bajos. Además de una caída asombrosa de la economía, se está debatiendo un plan fiscal de estímulo de hasta dos billones (dos millones de millones) de dólares. Se enviarían cheques a cada estadounidense para reactivar la demanda y se apoyaría a todo tipo de industrias. La deuda pública se dispararía junto con el capitalismo de compadrazgo. Todo eso sin necesariamente poder resucitar la economía.
Los países pobres tienen mucho menos margen para atender a la salud pública y estimular sus economías. Eso puede explicar las medidas extremas que han tomado algunos países como el Perú. Pero las respuestas fiscales y las medidas de supresión también son menos sostenibles en el tiempo que en los países ricos. Lo que es popular en las primeras semanas de la emergencia puede rápidamente volverse impopular cuando los perjuicios de una economía paralizada se multipliquen. Se volverá cada vez más evidente que el gasto del Estado tiene serios límites y consecuencias.
Ante tanta incertidumbre, se deben evitar políticas contraproducentes como el control de precios, medida que solo causará escasez y mercados negros, o los subsidios universales. Mientras que dure la crisis del virus, la gente va a limitar su consumo. En vez, se deben tomar en cuenta medidas enfocadas en los más necesitados y aquellas que faciliten la oferta económica como la desregulación y la postergación de impuestos. El problema económico no se resolverá hasta que la pandemia sea controlada. Mientras tanto, no hay que ignorar que sigue habiendo políticas buenas, malas y menos malas.