"Sabemos de sobra que la mejor manera de honrar su legado es continuar en la lucha por los valores que él siempre defendió". (Ilustración: Giovanni Tazza)
"Sabemos de sobra que la mejor manera de honrar su legado es continuar en la lucha por los valores que él siempre defendió". (Ilustración: Giovanni Tazza)
Diego Macera

Hay personas que se acomodan muy bien a su entorno sin chistar, y hay personas que luchan incansablemente por cambiarlo para mejor. Estos últimos –inconformistas irremediables, optimistas empedernidos– son los que marcan época. , fallecido la semana anterior, fue uno de ellos.

Roberto no solo fue uno de los grandes economistas de su generación, sino que desde joven se remangó la camisa por el país para tener una participación directa en los asuntos públicos. Luego de su doctorado en EE.UU., trabajó como viceministro de Comercio, viceministro de Economía, y luego asesor del ministro de Economía durante el segundo gobierno de Fernando Belaunde. Desde estos espacios peleó por abrir la economía, reducir aranceles, y enfrentar las prácticas mercantilistas a las que muchas industrias se habían acostumbrado desde la época del gobierno militar.

Sus logros en este período para facilitar el comercio y la competencia fueron luego revertidos, pero volvería a intentarlo –esta vez con éxito mucho más marcado y duradero– en los años noventa. Así, junto a un notable equipo del de entonces, Roberto fue uno de los principales artífices de la liberalización de la economía peruana, la desaparición de controles innecesarios, y la expansión de un sector privado dinámico y productivo ahí donde solo había un sector público languideciente y corrupto. Entrado ya el siglo XXI, tuvo un rol fundamental en la concepción y puesta en marcha de la Alianza del Pacífico, con la convicción de que el libre comercio internacional era beneficioso para todas las partes involucradas, y que impedirlo más bien perjudica a los consumidores, empobrece a las naciones, e invita a la corrupción.

Todos estos esfuerzos tenían un norte común: la fe en que la libertad es una condición indispensable para el desarrollo del país y también un fin en sí mismo. Y, si algo distinguía a Roberto de otros economistas con ideas similares, es que él jamás tuvo empacho alguno en expresar sus opiniones con absoluta transparencia y firmeza. Ahí donde otros hablaban a media voz y con cuidado de no incomodar al poder de turno, la voz de Roberto se alzaba –refrescante y valiente– para poner los puntos sobre las íes. Si tocaba dirigirse al presidente de la República incompetente o al gran empresario mercantilista, Roberto nunca dudó en llamar las cosas por su nombre.

Mucho de este trabajo de comunicación lo hizo precisamente aquí, desde donde escribo hoy, en su columna de jueves quincenal del Diario El Comercio –organización a la agradezco mucho el gesto de permitirme este espacio cargado de simbolismo para su despedida–. Durante décadas y centenares de artículos de opinión, Roberto insistió en la importancia de tener una descentralización funcional que preserve el carácter unitario de la nación y lleve servicios a los ciudadanos. Asimismo, contar con un marco laboral y tributario que promueva a la inversión y creación de valor, una economía abierta y competitiva, un acuerdo institucional que logre estabilidad política y consensos, y un aparato estatal eficiente, entre otros varios asuntos. Siempre se preocupó de expresar sus ideas con la mayor claridad posible y se tomaba muy en serio este trabajo. Podía pasar horas buscando la metáfora exacta o el verbo preciso que le permitiese explicar mejor los conceptos, y siguió escribiendo diligentemente estas columnas aun cuando le costaba muchísimo esfuerzo hacerlo debido al avance de su enfermedad. Era un convencido de que sin más y mejor comunicación, a lo largo y ancho de todo el Perú, el cambio para mejor no era posible.

Quienes lo conocimos personalmente hemos perdido a un guía y referente, a un amigo fiel y sincero, y a alguien con un notable sentido del humor. Para la familia del , organización que él fundó en 1994 y a la que siempre permaneció ligado como presidente o en otras capacidades, la partida de Roberto es una pérdida inconmensurable, pero sus ideas e ideales permanecerán siempre vigentes a través de la institución. Su sello queda en el ADN del IPE y su equipo.

Sabemos de sobra que la mejor manera de honrar su legado es continuar en la lucha por los valores que él siempre defendió. Durante sus años de vida, Roberto vio al país sucumbir a cantos de sirena. Estos aparecen camuflados en proyectos políticos que prometen progreso equitativo a cambio de la libertad, y que al final no entregan lo primero ni devuelven la segunda. Sus lecciones para evitar este desenlace son hoy más importantes que nunca.

No es exagerado decir que gracias a su trabajo hoy millones de peruanos vivimos mejor. Roberto ha partido, pero felizmente se cuidó de dejarnos las reflexiones y los instrumentos que necesitamos para mantener vivo su legado de libertad. Y con ese agradecimiento, Roberto, nos quedaremos para siempre.