Andrei Kolesnikov

El día del desafortunado levantamiento de en , Moscú enmudeció. El tráfico era escaso el sábado y había poca gente en las calles. Se cancelaron actos y se cerraron parques. Prácticamente todo el mundo se quedó en casa, pegado a Internet, mientras el convoy del ejército privado de Prigozhin se acercaba a la capital rusa.

Los moscovitas también compraban boletos de avión. Los precios de los vuelos de salida del país se dispararon el sábado, mientras los rusos cubrían sus apuestas. No era la perspectiva de un presidente Prigozhin lo que les preocupaba, sino la posibilidad de enfrentamientos en las calles de una ciudad despreocupada y llena de vida. Los moscovitas modernos, al igual que los residentes de otras grandes ciudades rusas, temen sobre todo un cambio radical en su cómodo estilo de vida, especialmente un cambio que pueda traer consigo la ley marcial o, peor aún, un reclutamiento generalizado y el cierre de fronteras.

Al final, la marcha hacia Moscú del tristemente célebre grupo Wagner de Prigozhin duró poco, terminó con un suspiro en un acuerdo de amnistía negociado apresuradamente y la salida de sus tropas de la ciudad meridional capturada, Rostov del Don. A pesar de todo el caos y las interrogantes que persisten sobre lo ocurrido, el sistema del presidente Vladimir Putin ha sobrevivido. Por ahora, al menos.

El motín de Prigozhin, por turbio y mal concebido que fuera, logró una cosa fundamental: hacer un agujero en la campaña del Kremlin para asegurar a los rusos que todo va bien, que la economía está en auge, que la guerra en Ucrania no vendrá por ellos, que el ejército está centrado en ganar.

El Putin de hoy no es el de la semana pasada. Prigozhin mostró a los rusos un fugaz atisbo de un futuro alternativo y, al hacerlo, dio a más rusos razones para dudar de su liderazgo. ¿Es Putin realmente la figura todopoderosa y similar a un zar que creían que era? Esa es la pregunta que la mayoría de los rusos de a pie empezarán a hacerse ahora, por fin.

Prigozhin, aunque se ha convertido en una figura relativamente popular entre ciertos grupos, nunca fue un candidato serio o convincente como líder nacional. Una medida de la naturaleza surrealista de su ofensiva –y de la estabilidad en la Rusia actual– es la confusión generada sobre lo que esperaba conseguir cuando puso en marcha su veloz convoy hacia Moscú.

Lo que Prigozhin y Putin tienen en común, además de haber surgido ambos de las profundidades del sistema autoritario, es que tienen problemas con la fijación de objetivos y la visión estratégica. ¿Qué quería hacer? ¿Sustituir a Putin, su maestro en la profesión de hacerse con el poder? Demasiado ambicioso. ¿Desbancar a su reciente némesis, el ministro de Defensa Sergei Shoigu? Demasiado mezquino, y, desde luego, no merecedor de una guerra civil en la capital rusa.

Tal vez pensando que Putin era en última instancia más fuerte y que los objetivos de su propia campaña eran inciertos, Prigozhin aceptó mediar en las negociaciones con el enviado de Putin, el presidente bielorruso Aleksandr Lukashenko, y detuvo su convoy.

Sin embargo, la revuelta ofreció al mundo una rara ventana al lento declive del Estado Ruso. Ningún Estado con instituciones que funcionen puede prosperar mientras persiga un expansionismo militar sin sentido que contradice el significado de los valores democráticos y cívicos, siendo el más importante la vida humana. Durante la transición de Rusia de la democracia al autoritarismo y al totalitarismo híbrido, Putin y su círculo de élite han colonizado la sociedad civil y construido un sistema de represión. Esto no es un signo de fortaleza, sino de desesperación. Y la externalización de funciones críticas del gobierno, como el papel militar otorgado a Prigozhin y el grupo Wagner, es una manifestación flagrante de esa debilidad.

El motín de Prigozhin fue extraordinario porque, al final, el desafío al sistema de Putin vino totalmente de dentro, poniendo de manifiesto su fragilidad. Como el monstruo de Frankenstein que se vuelve contra su creador, Prigozhin, que contaba con la bendición de Putin para desplegar su ejército privado, demostró a los rusos que el sistema podía producir un futuro diferente, uno sin Putin.

Al final, una alternativa tangible a Putin no vino del campo liberal y democrático, no de los disidentes y organizaciones civiles que han sido brutalmente perseguidos por su régimen, sino del núcleo más profundo de su propio sistema. Por eso calificó el motín de “puñalada por la espalda”.

–Glosado, editado y traducido–

© The New York Times

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Andrei Kolesnikov es investigador principal del Carnegie Russia Eurasia Center. Este es un artículo especial de The New York Times.