La Asociación Psiquiátrica Norteamericana, en su Manual Diagnóstico y Estadístico de Perturbaciones Mentales, caracteriza el sadismo como manifestación exclusivamente masculina. Sin embargo, excepcionalmente, las mujeres son capaces de publicar un sadismo insospechado. Tal el caso de las caporalas de los campos de concentración nazis. En Belsen había una rubia que se hizo famosa por sus atrocidades, Irma Griese, alias El Ángel Rubio, que estuvo también en Auschwitz y que no se cansaba de repartir latigazos las veinticuatro horas del día. Otra sádica notoria fue la Führerin Hasse, a la que Olga Lengyel llama La Aborrecible en sus Memorias de Ultratumba. En Majdanek, Herminia Braunsteiner, condenada en julio de 1981 a cadena perpetua, mató a patadas a unas mil personas, principalmente mujeres y niños. Le decían La Yegua de Majdanek y usaba siempre botas de montar.
Rudolf Hoess, el comandante del campo de concentración de Auschwitz, dice en su autobiografía que las caporalas superaban a los caporales en bajeza y salvajismo.
“No creo –declara Hoess– que los hombres sean capaces de tal grado de brutalidad. Me estremezco pensando cómo [las caporalas] estrangulaban a las judías francesas y cómo las mataban a hachazos y las destrozaban en jirones.” (Rudolf Hoess, Yo, Comandante de Auschwitz. Autobiografía. Barcelona, Muchnik, 1979, 134-135.)
Mujer de gran sadismo y probada criminalidad fue la noble húngara Erzsébet (Isabel, en húngaro) Báthory, condenada en 1611 a encierro perpetuo en su propio castillo de los Cárpatos por haber asesinado a seiscientas cincuenta muchachas. Las mataba con sádico refinamiento y de diferentes maneras. Por ejemplo, metía a la víctima, o mejor dicho, la embutía en una jaula muy estrecha y llena de púas superofensivas que naturalmente hincaban de lo lindo a la recién llegada, haciéndola sangrar por todas partes. Erzsébet Báthory colgaba entonces la jaula del cielo raso y contemplaba gozosa la lluvia de sangre. Además, se bañaba con sangre, firmemente convencida de que ésta la rejuvenecía y realzaba su belleza. Pero este caso es inusual, ya que el gusto por lo cruento no es propio de la mujer, sino del hombre. Recuerdo que yo solía concurrir al Luna Park para ver las peleas de boxeo y algunos espectadores gritaban: “¡Quiero ver sangre!”. Nunca vi a una mujer diciendo lo mismo, y eso que había varias en la concurrencia.