“Bien haría Sagasti, como él mismo dice, en evitar el mínimo temblor de su mano derecha o izquierda a la hora de ejercer el poder de cara a las grandes urgencias del país”. (Ilustración: Raúl Rodríguez).
“Bien haría Sagasti, como él mismo dice, en evitar el mínimo temblor de su mano derecha o izquierda a la hora de ejercer el poder de cara a las grandes urgencias del país”. (Ilustración: Raúl Rodríguez).
/ Raúl Rodríguez
Juan Paredes Castro

Como si saliera de una pesadilla prenavideña, el Perú despierta de pronto a la comprobación de que las más emblemáticas cruzadas del Gobierno del expresidente contra la y el estuvieron más cargadas de ficción que de realidad.

La cruzada anti-COVID-19 fue tan bien montada en su propaganda y ocultamiento de incompetencias ministeriales que la población peruana terminó creyendo que a comienzos del 2021 contaría no solo con la disponibilidad suficiente de vacunas, sino con el convencimiento de que, para entonces, la epidemia estaría en retirada.

La cruzada anticorrupción igualmente fue tan bien montada en su propaganda y ocultamiento de la verdad que la población peruana, fuertemente polarizada en sus adversidades políticas e ideológicas, no pudo distinguir, entre héroes ensalzados y villanos satanizados, que quien tenía tantas presuntas evidencias de criminalidad como sus perseguidos era el propio promotor y líder de la cruzada.

Nada ayudó tanto a esa carga de ficción del vizcarrismo endiosado que el superávit de adulonería mediática y el déficit de autocrítica al interior del Gobierno. Y como si esto fuese poco, el maniqueísmo jurídico bien rentado estuvo presto a forzar interpretaciones legales y constitucionales que justificaran las apariencias antes que las realidades, y que disfrazaran de conspiración opositora todo abuso de poder.

Así, sobrevino de Vizcarra y, consiguientemente, la asunción a la presidencia, vía Congreso de la República, de y, tras la estrepitosa , de . Una rápida sucesión de mandatos que condenó al gobierno de transición a una posición frágil y vacilante, de la que aún le cuesta salir. Pese a su sinceridad y determinación, el fino y caballeroso nuevo inquilino de Palacio de Gobierno tiene también sus propios bandazos de realidad y ficción.

Si bien irónicamente Sagasti llegó a la presidencia por oposición a la vacancia de Vizcarra, su mandato de transición no lo exime de la responsabilidad de hacer un deslinde durísimo de la actuación del régimen anterior respecto no compradas oportunamente. Su primera ministra, Violeta Bermúdez, cae en la triste complicidad de pretender tapar el sol con un dedo al culpar a la inestabilidad política de la mentira, ineptitud y negligencia de quienes gobernaron hasta el 9 de noviembre del 2020.

Comprometido inicialmente con no hacer olas y conducir al país por la senda de la serenidad y de la tranquilidad, Sagasti prefirió pasar por el terremoto político innecesario de remover a una veintena de generales de la Policía Nacional, antes que revisar escrupulosa y severamente la explosiva herencia sanitaria de Vizcarra, incluyendo la grotesca historia de que este estaba por cerrar la adquisición de millones de dosis de inmunización contra el COVID-19 cuando declararon su vacancia.

Bien haría Sagasti, como él mismo dice, en evitar el mínimo temblor de su mano derecha o izquierda a la hora de ejercer el poder de cara a las grandes urgencias del país, principalmente las sanitarias, económicas y sociales. De otro modo, va a sentir la presidencia como tierra de nadie, como el mal de altura que coge del cuello al recién improvisado en las mañas del poder o como la oportunidad propicia, como ocurrió con Vizcarra, para construir fantasías en lugar de certezas.

Recuérdese que la mayor habilidad de Vizcarra fue mantener en vilo al país bajo la carga de sucesivas grandes teatralizaciones políticas; entre ellas, la más sofisticada de todas, la de creerse el inmaculado salvador de un país hundido en la corrupción.

Recuérdese, asimismo, que hasta hace poco hemos vivido un gobierno autoritario que pasó por democrático, que aun vivimos bajo el poder de un Congreso que en el ideal de Vizcarra debía ser mejor que el disuelto inconstitucionalmente por él –y que encima terminó por vacarlo–, y que el vandalismo político confundido con la legítima protesta de la calle no puede ser incorporado oficialmente como un factor de negociación en la dinámica económica y social del país.

¿Por qué es tan fácil crear en el Perú una isla de la fantasía como la construida por Vizcarra? Por una razón muy simple: de todos los poderes constitucionales que tiene el país, el más ficticio de todos es precisamente el poder presidencial que, entre otras cosas, además de contar con un mal diseño original, es todo y nada al mismo tiempo.

Quien recién llegado a la presidencia no sepa qué hacer con ella sencillamente la convertirá, más temprano que tarde y como muchos han hecho, en tierra de nadie.