La aparición de la primera santa en las nuevas tierras conquistadas por los españoles supuso no solo la confirmación de que una nueva cultura se estaba gestando en tierras americanas, sino también la vindicación de la estrategia evangelizadora en el virreinato. América necesitaba una santa propia, nacida en estas tierras y no importada y, por eso, su canonización demoró poco más de cincuenta años, casi un récord en tiempos en que el paso de ser venerable a beata y a santa eran años de expedientes que iban y venían en navíos que daban la vuelta al mundo prácticamente.
La vida de Isabel Flores transcurrió durante el gobierno de seis virreyes en una Lima que crecía urbanamente al ritmo de las campanas de las iglesias y monasterios, pues según censo del virrey de Montesclaros, en esa época (1613) Lima tenía una población de alrededor de veintiséis mil almas con un promedio de 40 recintos religiosos, entre iglesias, conventos y monasterios. Un número grande que desnuda el hecho de la necesidad espiritual, sincera o no, de la época (no es casualidad que el mismo momento histórico produjese tantos otros santos, beatos y santos populares como el Padre Urraca, por ejemplo). El hecho quizás responda al balance necesario a una actividad ferviente en esa época, la de la extracción minera de plata y oro, que sin duda traía consigo una corrupción de espíritu.
Y allí estaba la religión católica para darle el contrapeso, al menos aparente, a esta labor. Allí también estuvo Rosa para expiar la culpa una Lima envuelta en ese tráfago de influencias. Quizás allí nace nuestra confusión de espíritu como nación: por Dios y por la Plata.
Santa Rosa dejó huella después de su muerte: una serie de damas iluminadas o alumbradas quisieron mantener ese primigenio misticismo de Lima ayudando a crear el imaginario de una mujer que ya en sus postreros días era considerada una santa. Estas mujeres de visiones extáticas terminaron sus días incineradas en un auto de fe, pues no podía haber más que Rosa.
La ciudad se impregnó de la Rosa mística y hasta ahora están las huellas más visibles de su paso por la ciudad: su cuerpo en el Convento e Iglesia de Santo Domingo; la casa de su padre, donde vivió (hoy bastante modificada) que es el santuario en el que los fieles dejan sus cartas en el pozo; cerca de allí la Iglesia de San Sebastián, donde se bautizó; al otro lado, cruzando Abancay, está la casa de los esposos de la Maza quienes la cobijaron en sus últimos días y hoy es el monasterio Santa Rosa de las Monjas.
“Rosa limensis”, es el título del libro de Ramón Mujica y nunca tan cierto, pues Rosa de Lima verdaderamente se identifica con nuestra ciudad construyendo una imaginería única. Finalmente nos queda la Rosa del billete de doscientos soles. Nuevamente Dios y la Plata.