Hace unos años se hizo una encuesta para saber cuál es el peruano más famoso. La ganadora fue Santa Rosa de Lima, seguida por San Martín de Porres y otros personajes de nuestra historia, como Miguel Grau, Francisco Bolognesi, César Vallejo, Mario Vargas Llosa, Javier Pérez de Cuéllar, Teófilo Cubillas e importantes pensadores políticos, escritores, filósofos, científicos, empresarios y deportistas.
No sorprende que ganara Santa Rosa, no solo por la gran religiosidad que hay en la mayoría de los peruanos, sino porque es conocida en el país y el mundo, además de adorada, como una expresión de máxima santidad.
Tampoco debería extrañar que le siguiera San Martín, el santo afroperuano que –cuenta la tradición– juntó a perro, pericote y gato para que comieran en un mismo plato.
Confieso que la figura de San Martín me es más atractiva que la de Santa Rosa. Al fin, cada uno elige a su santo o a sus santos. La religiosidad del pueblo peruano no solo radica en la devoción a los santos, sean compatriotas o extranjeros, sino se expresa en la arquitectura de una Lima colonial y moderna.
En el primer caso, en la capital (para no hablar de todo el Perú, sobre todo en Cusco, Puno, Arequipa, Ayacucho y Huancavelica) existen iglesias barrocas, platerescas y churriguerescas fabulosas. En Lima sobresalen San Francisco, Santo Domingo y San Pedro, entre otras muchas. Sin embargo, también tenemos otras iglesias modernas, aireadas, con luz y mucho gusto.
Los limeños, los peruanos, no nos damos cuenta de algo que me hizo notar un amigo argentino. “Che, cuando vengo a Lima me siento en un convento”. Iglesias que en muchos casos están abiertas para la oración, pero también para la admiración.
Lástima que no tenemos iglesias góticas, que son fantásticas, porque cuando llegaron los españoles, la Edad Media había desaparecido y permitido el paso al Renacimiento. El feudalismo, al menos en gran parte de Europa, había muerto o agonizaba.
Precisamente estos dos períodos son los más religiosos de la historia de Occidente porque se produjo lo que algunos estudiosos llaman el “encantamiento religioso”. La religión fue el ‘leitmotiv’ de la existencia, como ahora en el siglo XXI, de la globalización, lo es la adoración al mercado, que se ha convertido en un fetiche. El capitalismo no puede ser cristianismo ¡ni de vainas!, con el perdón de los capitalistas que van a misa.
Tenemos santos como para regalar. ¿Cuántos son? No lo sé. Pero dos reflexiones. Los primeros santos fueron del entorno familiar de Jesús: San José, Santa Ana, Santa Marta, San Juan Bautista (el primero en ser asesinado por su prédica porque condenaba la corrupción del gobierno de Herodes).
Luego fueron los apóstoles y, finalmente, aunque no vio en vida a Jesús, San Pablo (a mi criterio el más grande porque universalizó el cristianismo).
Hay santos guerreros, cosa extraña, como Juana de Arco, San Luis (rey de Francia) y Fernando III el Santo (padre de Alfonso X el Sabio). Si bien la mayor cantidad de santos surgieron en la Edad Media y el Renacimiento, en los siglos XX y XXI tenemos algunos importantes: la madre Teresa de Calcuta y los papas Juan XXIII y Juan Pablo II son algunos casos.
Por lo general, el santo pretende imitar a Cristo, se dedica a la oración permanente, está plenamente al servicio de los demás, no está sujeto a los bienes terrenales, no es egoísta ni orgulloso, espera de Dios todo, tiene experiencias místicas y hace milagros.
¿Cuál es el más grande de los santos? Eso depende de cada uno. Para mí, es San Francisco de Asís.
La Semana Santa nos recuerda el martirio que sufrió Jesucristo hasta que resucitó, el gran misterio. Cristo fue un liberador, murió para liberar a los hombres del pecado. Todos somos iguales ante los ojos de Dios, no discrimina porque ama plenamente y tiene la intención de que seamos seres espirituales superiores.
Uno de los santos intelectuales, San Agustín –el otro fue Santo Tomás–, ante la búsqueda de esta perfección, dijo: “El hombre no es perfecto, pero es perfectible”. Los santos son los que más se acercan a la perfección espiritual.