La pésima presidencia de Pedro Castillo no podría explicarse cabalmente sin la pésima oposición política que recibe.
El mandatario es responsable de sus cónclaves secretos en el pasaje Sarratea y de esconder luego la relación de visitantes. Él eligió a personajes apologéticos con el senderismo para que vistan una banda ministerial, a los misóginos y agresores de mujeres que han integrado y aún se sientan en el Consejo de Ministros, y al secretario general que escondía US$20.000 en el baño. Si él lo hubiera querido, los fiscales sí podrían haber accedido a todos los espacios de Palacio de Gobierno para realizar sus pesquisas y, más bien, Karelim López no hubiera armado allí una fiesta para su hija. Los cuestionados y millonarios contratos bajo investigación de Petro-Perú y Provías se otorgaron bajo el puño y mirada de los funcionarios que el mismo Castillo nombró, beneficiando a los empresarios y lobbistas con los que se reunió. En fin, la retahíla de desaguisados que componen el bochornoso palmarés del jefe de Estado es un (de)mérito individual, sí, pero algunos de estos desmanes podrían haber sido atajados por una oposición inteligente, que hasta hoy hace falta.
En primer lugar, tenemos a un Congreso que reacciona mal y tarde. Tranquilamente podrían haber interpelado y censurado, por lo menos, a la mitad del actual Gabinete, y con justa razón. Los nombramientos de personas sin preparación para el cargo y con pasado cuestionable (en ministerios y a la cabeza de entidades como Petro-Perú, Indecopi, Essalud, entre otros), el descabezamiento injustificado de instituciones que debieran ser autónomas (como las del procurador general Soria y la jefa del INPE, Susana Silva) y los abundantes conflictos de interés en el Ejecutivo serían motivo suficiente para el licenciamiento de varios ministros, desde Juan Silva hasta Aníbal Torres. Pero al Parlamento le faltan la visión y los arrestos suficientes para hacer el debido control político en resguardo de la institucionalidad estatal.
Peor aun, los legisladores se desprestigian cada vez más con decisiones que atentan contra el interés público, como el impulso de una contrarreforma universitaria que minaría la autonomía de la Sunedu o el intento de modificar las normas que regulan el proceso de colaboración eficaz y castigar a la prensa que transparente información relevante y sobre la que no debiera tener ningún deber de reserva.
Luego se encuentran los supuestos líderes de la oposición insistiendo en cantaletas insulsas. María del Carmen Alva y Jorge Montoya continúan alertando sobre los peligros de un totalitarismo comunista, cuando más probabilidades hay de una invasión alienígena. Por su parte, Keiko Fujimori y Rafael López Aliaga porfían con los llantos del inventado fraude electoral en los comicios del 2021, mientras todas las investigaciones fiscales, una a una, concluyen todo lo contrario.
Los opositores de Castillo jugaron mal sus cartas en segunda vuelta y la perdieron. Persistieron en el error en la época poselectoral y, ahora, varios meses después, siguen bajo la misma estrategia que tantas derrotas les ha cosechado, pese a que se trata de un partido completamente distinto.
Así como cuestionamos a un presidente que claramente no está capacitado para liderar el país, también podemos reclamarle a una oposición que no sabe desempeñar su rol. No parecen saber cómo ponerle coto al Ejecutivo y trabajar a favor de la ciudadanía. La superficialidad de sus discursos y leyes empata con la frivolidad de sus actitudes.
Mantienen un libreto desfasado porque no conocen otra forma de hacer política. Por obstinados o por limitados, los actuales jugadores del Ejecutivo y Legislativo disputan un partido en el que perderá el que haga más autogoles. Los ciudadanos espectadores, horrorizados en la tribuna, nos preguntamos si no hay suplentes.
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