Una encuesta nacional de El Comercio-Ipsos divulgada ayer ha revelado que un 78% de los peruanos es partidario de la eliminación de la inmunidad parlamentaria, mientras que solo un 12% piensa que habría que reformarla y un 6%, que debería mantenerse como está. A decir verdad, las cifras no sorprenden. Son una expresión más del rechazo que una vasta mayoría ciudadana siente hoy hacia la representación nacional disuelta por orden de Vizcarra. Y si se hurgase un poco más en el origen de ese repudio, seguramente se encontraría que pesa en él también el recuerdo de las performances de anteriores conformaciones parlamentarias, plenas de “roba cables”, “come oros” y “mata perros”.
Se trata, en el fondo, del mismo sentimiento que determinó que más de un 85% votara a favor de la no reelección congresal en el referéndum del año pasado y que tanto oxígeno político le ha dado al actual presidente en medio de su inoperancia.
No vamos a insistir aquí con la importancia de que, en el contexto de ciertas investigaciones que pudieran incomodar al poder de turno, ese tipo protección a los legisladores exista. Tal argumento ha sido expuesto ya hasta la saciedad –y sin resultados– por gente razonable y ajena a toda sospecha de complicidad con los políticos matreros que desvirtuaron la inmunidad para ‘blindarse’ a sí mismos o a sus compinches en el pasado.
Nos interesa, más bien, detenernos en consideraciones relacionadas con el mencionado rechazo que, a pesar de ser perfectamente lógicas, mucha gente prefiere ignorar para no sentir vergüenza, y que parten del más elemental de los razonamientos: para que todos esos fulanos que nunca más queremos ver sentados en una curul llegasen originalmente al Parlamento, alguien tuvo que haber pensado que era una buena idea votar por ellos.
—Arkham criollo—
Si uno revisa los resultados de las elecciones congresales del 2016 se topa con datos difíciles de conciliar con el estado de ánimo que parece predominar hoy en la ciudadanía. En esos comicios, en efecto, la actualmente abucheada Fuerza Popular obtuvo 4’431.077 votos. Y no es que en ese entonces, a 24 años del golpe del 5 de abril con toda su estela de autoritarismo y corrupción, los votantes no conocieran la entraña del fujimorismo.
Las listas de Peruanos por el Kambio (PPK), por su parte, cosecharon 2’007.710 votos; las del Frente Amplio, 1’700.052 votos; y las de Alianza Para el Progreso, 1’125.682 votos. Y en todos los casos, había historias de mentiras, contradicciones, plagios o apañamientos de dictaduras que hacían poco recomendable ofrecer ese respaldo en las urnas.
Pero el pasmo que producen estos ‘shocks’ de realidad no se detiene ahí. Por el contrario, se incrementa si es que entramos al discernimiento fino que permite la auscultación del voto preferencial. Veamos algunos ejemplos.
En Lima, 48.602 personas se tomaron hace tres años el trabajo de escribir el número de Edwin Donayre en su voto, a pesar de que en ese momento ya se conocían sus problemas gasolineros. Y en Lambayeque, 44.448 electores estuvieron dispuestos a hacer lo propio con el de Héctor Becerril, a pesar de que el hombre ya había servido con la brillantez que lo caracteriza en el Parlamento que estaba por culminar su mandato.
Más modestamente, Yesenia Ponce obtuvo en Áncash 13.941 votos preferenciales, que sin embargo tienen que haber provenido de individuos con más materialidad que sus compañeros de promoción. Y la lista puede seguir (Roberto Vieira, 30.389 en Lima; Jorge Castro, 23.341 en Tacna; Karina Beteta, 19.939 en Huánuco, etc.).
Lo que pretendemos poner en evidencia con estos números es que no solamente alguien votó por ellos en el 2016 (con las consecuencias que conocemos), sino que ahora, confundido entre los que marchan y lanzan vituperios indignados en las redes contra la morralla disuelta, ese alguien quiere hacerse el loco.
Fue su frivolidad a la hora de informarse sobre los candidatos o su mal cálculo sobre los intereses que el bellaco de ocasión favorecería una vez acomodado en su escaño lo que produjo una representación nacional como la que padecimos hasta hace poco. Nadie va a negar que la oferta general no era como para armar un ‘dream team’ legislativo, pero tampoco nos condenaba inexorablemente a esa especie de versión criolla del asilo de Arkham que funcionaba en la plaza Bolívar. Y eso es culpa de los que ahora miran para otro lado.
—Su lema: nepotismo—
Dicho todo esto, permítasenos anotar que en esta pequeña columna no formamos parte de los que piensan que el país está mejor sin el Congreso. Con todos sus defectos y pústulas, su existencia suponía un freno a este Ejecutivo que ahora ejerce el poder con una soberbia que su capacidad no justifica. ¿Cree alguien acaso que, de haber existido un Parlamento que le marcara el paso, Vizcarra se habría demorado tanto en sacar (sin decir esta boca es mía y después de haberla defendido rumbosamente) a la ahora exministra de Salud, Zulema Tomás, por su audaz política de empleo? De ninguna manera. Y ese es solo un ejemplo de tantos…
Pero volvamos, para culminar nuestra reflexión, al tema que nos ocupa: el deseo de la mayoría por liquidar la inmunidad parlamentaria y el sentimiento adverso que ese deseo expresa hacia quien sea que encarne al Legislativo. Porque el hecho de que los encuestados aspiren a que ni siquiera los congresistas que van a elegir el 26 de enero gocen de esa protección sugiere que un buen número de ciudadanos se está preparando para otra decepción. Esto es, para las nefastas consecuencias de otro ejercicio desmañado de su derecho al voto.
Se diría, en realidad, que lo que buscan es quitarles la inmunidad a los futuros legisladores para apropiársela ellos y así no tener que asumir responsabilidad alguna por lo que vayan a hacer en estas elecciones (que, por lo demás, será igual a lo que hicieron en las pasadas). Pero que no se confíen: siempre hay alguien que observa.