Muchas empresas reconocidas están saliendo de Argentina a pesar de que no es fácil tomar la decisión de dejar un país. Implica renunciar a activos intangibles que han tomado años en crearse, tales como la formación de talento que funcione como un equipo, el posicionamiento de la marca o el afiatamiento de la cadena logística y de los canales de distribución. La salida de cada empresa privada deja funestas consecuencias en los trabajadores y en sus familias, que pierden sustento económico, en los proveedores, que pierden contratos, en el fisco, que deja de percibir tributos, y en la sociedad en general, al destruirse un tejido de transacciones y conocimiento. Ojalá que esto no ocurra en nuestro país.
Basf trasladará su producción de pinturas para vehículos a Brasil; la francesa Saint-Gobain Sekurit hará lo mismo con la fabricación de parabrisas; la química estadounidense Axalta, y varias aerolíneas, como Latam y Qatar Airways cerrarán; otras, como Falabella, están optimizando sus operaciones y buscando socios locales, lo que la prensa argentina ha interpretado como un primer paso para dejar el país. No es por la pandemia, que tarde o temprano será controlada, sino por responsabilidad directa del Gobierno: el deterioro del entorno de negocios, resultado de políticas económicas desacertadas, la exacerbación del populismo y la inestabilidad en las reglas de juego. Resultados como el descrito no ocurren de la noche a la mañana. Las consecuencias de la degradación de las políticas públicas toman tiempo en manifestarse. En un inicio, desalientan la entrada de nuevas inversiones. Luego, la inhiben entre quienes ya están en el país. Finalmente, algunos empiezan a irse, lo que acelera el deterioro de la economía y empuja a otros a tomar esa costosa decisión.
No estamos cerca de una “argentinización” de nuestra economía, pero sí es evidente que, desde hace algún tiempo, el Perú viene perdiendo atractivo para la inversión; un proceso que se ha precipitado por los alarmantes nubarrones que se ciernen sobre nuestra economía. Por un lado, el populismo predomina en el Congreso, que busca respuestas populares y antitécnicas a problemas complejos. La frágil institucionalidad política ha dado como resultado el peor Congreso que hayamos tenido en materia económica desde el primer gobierno de Alan García, con el gran riesgo de que el siguiente Gobierno desarrolle desde el Ejecutivo esa misma vocación populista.
Por otro lado, se perciben continuos ataques contra la empresa privada esgrimiendo cuestionamientos muchas veces infundados que, lamentablemente, y ya sea por sesgo ideológico, ligereza o falta de información, son recogidos y difundidos con entusiasmo por muchos líderes de opinión y medios informativos. Así, por ejemplo, se ha cuestionado que empresas grandes y medianas accedan a Reactiva Perú –hasta se difundió la lista de las que entraron al programa–, como si hubieran recibido una transferencia gratuita del fisco y no una facilidad crediticia que contribuya a mantener la cadena de pagos y que, finalmente, les permitirá cumplir con sus obligaciones ante proveedores –muchos de ellos, mypes– y trabajadores. A la fecha, dicho sea de paso, el 98% de las empresas participantes en el programa son mypes, que representan el 43% del total de créditos desembolsados. Los ataques denigratorios también estuvieron presentes en el debate que surgió a raíz de la reciente resolución del Tribunal Constitucional sobre la prescripción tributaria. Equívocamente –y con la intención de generar una corriente de presión sobre los magistrados– se pretendió hacer creer que los S/9 mil millones en cuestión que están dilucidándose en instancias administrativas y judiciales son deudas firmes, y se pretendió estigmatizar a empresas que, en legítimo uso de su derecho, cuestionan las acotaciones de la Sunat (entidad que no es infalible). Las autoridades hacen bien en buscar el cumplimiento de las obligaciones tributarias, pero, en ese esfuerzo, también hacen mal en contribuir a crear una opinión hostil hacia la actividad privada en general.
En este espacio, hemos comentado el inmenso daño que la participación de connotadas empresas en los actos de corrupción de Lava Jato y del club de la construcción causó en la reputación del sector privado. A ello, se sumó la falta de sensibilidad de algunos sectores empresariales para entender lo que la sociedad espera de las empresas. Estas y los gremios que las representan tienen el reto de recuperar la confianza de la población y su prestigio. Pero es injusto y tendencioso generalizar inconductas puntuales, mirar de costado y hasta ignorar la solidaridad que muchas empresas privadas han mostrado en esta pandemia y, sobre todo, olvidar el valor que la actividad privada genera al país. Por ejemplo, el segmento más atacado, el de la gran empresa, es responsable del 81% del PBI peruano, el 60% del empleo formal y el 76% de la recaudación de tributos internos, según estimados de Apoyo Consultoría.
La recuperación de la economía luego de la inmensa destrucción de la producción y del empleo que han generado la pandemia y la deficiente respuesta del Gobierno requerirá, más que nunca, del motor de la actividad productiva privada. La contribución del gasto público estará limitada por unas finanzas estatales muy debilitadas. Para que ese motor funcione se requerirá revertir la tendencia de deterioro del entorno de negocios, desterrar el incipiente populismo y recuperar el rol promotor de la inversión por parte del Estado –por ejemplo, con políticas que fomenten la competitividad y el impulso, y la facilitación de proyectos en infraestructura y minería–. Esto solo será posible si se reconstruye la relación de confianza entre el sector privado, el Estado y la sociedad.
Contenido sugerido
Contenido GEC