“¿Qué podemos hacer? Hay que vivir nuestras vidas”, dice la inolvidable Sonia, el personaje de Chéjov. Es lo mismo que deben haber sentido muchas de las personas que recordamos esta semana. Lo sintió Zoila Augusta Emperatriz Chávarri, nombre imperial si los hay, que se coronó con orgullo como Yma Súmac (“Qué hermoso”). Hace pocos días ella hubiera cumplido un siglo de vida, pero le bastó con sus 86 años para dar al mundo una voz infinita. Fue la primera cantante latinoamericana en participar en una obra de Broadway, vendió 40 millones de discos y se hizo pasar, con o sin razón, por una “princesa inca”. Nada fue fácil para ella. En su último libro, “Brevetes de historia universal del Perú”, Fernando Iwasaki cuenta cómo se quejó en quechua del rechazo en un casting. Las críticas de resentidos y envidiosos arreciaron también en el Perú, no faltaba más.
Tan distintos y en algún sentido tan parecidos, esta semana desaparecieron dos grandes creadores como ella. Jean-Luc Godard nos enseñó a ver el cine con un sentido quebrado y poético de la narrativa. En películas como “Pierrot el loco” y “Sin aliento”, sus imágenes nos mostraron una belleza fría y penetrante, que nos dejaban en el mismo estado que sus protagonistas. Todo indica que decidió morir no porque estaba enfermo, sino porque estaba cansado. Quedan algunas frases famosas. Una de ellas es que, para hacer una película, basta que haya una mujer y una pistola. Godard, dicho sea de paso, primo de Pedro Pablo Kuczynski, nos cambió la vida para siempre y siguió adelante.
También Javier Marías, que se murió el domingo siendo aún un chico de 70 años, vivió su vida a fondo, escribiendo novelas que quedarán. Hay tantas historias suyas que recordar, pero en este instante me viene a la mente la de Víctor Frances, un escritor divorciado, que está cenando con Marta Téllez, en la casa de ella. El hijo de Marta, de dos años, duerme en las inmediaciones. Cuando van al dormitorio, medio desvestidos, Marta sufre un ataque súbito y muere en el acto. Poco después, suena el teléfono. Es el marido de ella que llama desde Londres.
Historias como esta, de “Mañana en la batalla piensa en mí”, sirvieron a Marías para elaborar digresiones reflexivas que definen a sus personajes. Los protagonistas de Marías no están caracterizados solo por lo que les pasa, sino por cómo los hechos reverberan en su conciencia. Otros libros como “Corazón tan blanco” (con su comienzo “No he querido saber pero he sabido…”) y “Negra espalda del tiempo” (donde aparece la corta vida de su hermano mayor Julián) seguirán atizando nuestra memoria.
Marías se hizo famoso por sus libros y por sus hábitos. Uno de ellos es que se trataba de uno de los últimos escritores que seguía trabajando con una máquina de escribir. Hace un par de años anunció que dejaría de hacerlo si no conseguía una Olympia Carrera de Luxe. Que yo sepa, el otro escritor que la usa es Paul Auster. Uno de sus problemas era conseguir la cinta para la máquina. Pero lo hacía para escribir sus largas, complejas y bellas novelas.
Tuve la suerte de conocer a Javier Marías en 1977, en la casa madrileña de sus padres, Julián y Lolita, a quienes recuerdo con enorme cariño. Javier no era muy famoso entonces. Su conversación era erudita, afectuosa y brillante. Hace algunos años volvimos a comunicarnos. Hasta el final, fue un hombre apasionado por la gente y por las palabras. Como Yma Súmac y como Godard, había querido vivir y había vivido.