Después de pasar el día en la playa, leyendo poesía, bebiendo champaña, atendida por los camareros de un hotel cercano a su casa, Silvia Barclays dejó unas propinas generosas y se retiró manejando su camioneta azul de fabricación alemana, seis años de uso, treinta mil millas recorridas. Al acercarse a la avenida principal, se distrajo, desvió la mirada a su celular, comenzó a escribir un mensaje a su hija adolescente y entonces se salió de la pista, subió a la acera y chocó con una palmera. Como había bebido, no se detuvo ni reportó el incidente y continuó manejando hasta llegar a su casa. De inmediato, le contó a Barclays que había chocado por escribir un mensaje de texto, mientras conducía. Los esposos salieron a ver el daño provocado por el accidente. Barclays la confortó:
–No pasa nada. Hemos tenido suerte. Pudo ser peor. Pudiste atropellar a un peatón o un ciclista. Pudiste chocar a otro carro. Suerte que solo chocaste con una palmera.
La camioneta azul estaba dañada en la parte delantera del piloto: faros rotos, parrilla de aluminio abollada, cables descolgados, piezas sueltas. Era un accidente menor, no una colisión seria, el primer choque en los seis años que Silvia había usado esa camioneta. Los Barclays dudaron si llevar la camioneta a un taller cercano o enviarla a la tienda donde la compraron. Prevaleció no la austeridad, sino la comodidad. Si la enviaban al concesionario donde la habían comprado, un empleado atento vendría a buscarla y se la llevaría manejándola hasta el norte de la ciudad. En cambio, si elegían dejarla en el taller cercano, ellos mismos debían llevarla, y conducirla tras el percance parecía riesgoso, pues el vehículo podía apagarse a medio camino.
Así las cosas, y en vísperas de salir de viaje, Barclays escribió un correo a la tienda de autos, pidiendo que fueran a buscar la camioneta tan pronto como fuese posible, y la reparasen sin demora. Al día siguiente, un empleado de ese concesionario llegó en taxi y se llevó la camioneta. No hizo falta una grúa, lo que confirmó que los daños no eran graves. Como los Barclays habían comprado varios vehículos en aquella tienda, estaban seguros de que sus jefes se ocuparían del asunto con diligencia, planchando la lata ajada y reemplazando las piezas rotas, maltrechas. No imaginaron que cometían un grueso error de cálculo al confiar en la buena fe, la rectitud y la honestidad de los jefes de esa tienda de autos.
Días después, la jefa de la tienda le escribió a Barclays, notificándole que el arreglo total de la camioneta costaría la friolera de treinta y dos mil dólares. Tras leer el correo, Barclays soltó una risotada. Debe de haberse confundido, pensó. Deben ser tres mil doscientos dólares, no treinta y dos mil. Risueño, le escribió a la jefa, corrigiéndole el monto desmesurado, pero ella se reafirmó en que Barclays debía pagar treinta y dos mil dólares por la reforma del siniestro provocado por su esposa.
A los Barclays esa cifra les parecía inverosímil, irreal: no guardaba proporción con el daño apenas menor que el incidente había causado en la camioneta, no tenía sentido alguno. Barclays pensó entonces que sus amigos de la tienda de autos querían timarlo, estafarlo. Pensó: esta camioneta nueva nos costó sesenta y cuatro mil dólares, es decir el doble de lo que quieren cobrarnos ahora por el raspón o el arañazo que le dio mi esposa. Pensó enseguida: esta camioneta usada debe de costar ahora mismo unos treinta y cinco mil dólares, así como está, es decir antes de la reparación, porque el valor de los autos usados ha subido mucho en los últimos años, y en particular los de esa marca alemana.
Sorprendido, Barclays llamó por teléfono a la jefa de la tienda, diciéndole que la cuenta le parecía francamente abusiva.
–No se preocupe, señor Barclays –dijo la jefa, muy servicial–. Usted no pagará nada.
–¿Y entonces quién pagará los treinta y dos mil dólares? –preguntó Barclays.
–El seguro –respondió la jefa–. El seguro pagará todo.
–Pero no corresponde que el seguro pague, porque la culpa fue de mi esposa –dijo Barclays.
–Usted confíe en mí –dijo la jefa–. Yo hablaré con los del seguro. Ya verá que los convenceré.
Barclays se sintió incómodo ante la posibilidad de que la jefa mintiera al seguro:
–¿Qué les vas a decir? –preguntó.
–Que su esposa chocó y ellos tienen que pagar el servicio del taller.
Incrédulo, Barclays le dijo:
–Por favor, diles la verdad, que la culpa fue de mi esposa. No les mientas. Si, a pesar de eso, ellos pagan el arreglo, te daré un buen regalo.
Luego los Barclays viajaron a otro continente, cruzando el océano. Días más tarde, la jefa volvió a reportarse por teléfono:
–Buenas noticias, señor Barclays. Hablé con el seguro, vino el tasador y pagarán pérdida total.
–¿Pérdida total? –preguntó Barclays–. ¿Cómo así, si es un daño menor?
–Pérdida total es cuando el valor de la reparación excede el precio del vehículo –dijo la jefa–. Nosotros estimamos que su camioneta vale ahora unos treinta mil dólares. Y la reparación costará treinta y dos mil. Entonces el seguro pagará treinta dos mil dólares.
–¿A quién? –preguntó Barclays.
–A usted, por supuesto –respondió la jefa.
–¿Y quién se quedará con mi camioneta? –preguntó Barclays.
–Nosotros –dijo la jefa.
Recién entonces Barclays comprendió que la operación era profundamente deshonesta y tramposa. Recibiría un cheque por treinta y dos mil dólares, pero perdería la camioneta de su esposa, y la jefa de la tienda de autos y sus conspiradores asumían con toda probabilidad que Barclays, un esnob, un señorito, un presumido que no conducía coches chocados, compraría una camioneta nueva, un lujo que le costaría poco más de setenta mil dólares.
Barclays razonó: los pícaros del concesionario me engañan dos veces y de paso burlan al seguro. Al seguro lo embaucan porque no correspondía que pagase nada y va a pagar bastante dinero. Y a mí me hacen dos trampas: por un lado, se quedan con mi camioneta usada, la reparan por poco dinero y la venden sin problemas. Y, por otro lado, yo recibo el cheque de treinta y dos mil dólares del seguro, sí, cómo no, pero pierdo la camioneta, y comprar una nueva me costará setenta y dos mil, es decir que la tienda de autos me sacará cuarenta mil dólares de diferencia por venderme una nueva, del mismo modelo. En buena cuenta, el concesionario ganará miles de dólares por vender la camioneta usada y otros miles por venderme una nueva. ¿Y por qué el seguro aprobaría pagar lo que no le corresponde? No queda claro, pensó Barclays, pero sospecho de una colusión entre la jefa de la tienda de autos y el tasador de la aseguradora.
Furioso, Barclays pateó el tablero y exigió que le devolviesen su camioneta chocada. No quería engañar al seguro. No quería pagar una fortuna por la reparación de un percance menor. Quería recuperar su camioneta, llevarla a un taller confiable y pagar lo justo por su arreglo.
Sin embargo, la jefa de la tienda de autos le informó a Barclays de que, para llevarle la camioneta siniestrada a su casa, con ayuda de una grúa, debía pagar por los días en que el vehículo estuvo internado en el taller. Usó esa palabra: “internado”. Barclays pensó: es un taller, no un hospital, no ha estado en cuidados intensivos, cómo van a cobrarme, si no han arreglado nada. Pues, mal que le pese, tuvo que pagar tres mil y tantos dólares para liberar su camioneta de pronto secuestrada por el concesionario. Una vez que pagó, recuperó al día siguiente el vehículo, maldijo a la jefa y sus secuaces y se prometió nunca más comprarles nada.
Son unos ladrones, unos tramposos, unos estafadores, pensó. Creen que porque salgo en televisión soy muy rico. Creen que, si mi esposa sufre un accidente menor, entonces soy tan esnob que le compraré una camioneta nueva, aunque la gracia me cueste cuarenta mil dólares. Son unos cabrones. Han abusado de mi buena fe. No los enjuiciaré. Los denunciaré públicamente.
Tan pronto como la camioneta llegó a casa de los Barclays, estos llamaron a una grúa y la mandaron al taller cercano a su casa. La han dejado allí. Barclays ha llamado al seguro y le ha dicho que no corresponde que ellos paguen nada. La culpa del choque fue de su esposa y por tanto él pagará, les ha informado.
Soy una persona honesta, piensa Barclays. No soy un tramposo más, como los de la tienda de autos. No es una cuestión de plata, se dice a sí mismo. Tengo el dinero para comprar una camioneta nueva. Es una cuestión de respeto y honor, de hacer lo correcto y no abusar de la buena fe del otro. Me han metido la mano, piensa Barclays, y contrariamente a la fama que tengo, no me ha gustado nada.