Un amigo extranjero alquiló un automóvil en Lima. No sabía lo que le esperaba.
Venía manejando tranquilo por la avenida Javier Prado. El semáforo estaba en verde y entra a la intersección. De pronto, espantado, descubre que por su derecha un conjunto de automóviles entra a la misma intersección haciendo caso omiso a la luz roja de ese lado. Frena y gira el timón. Tuvo suerte. Su maniobra y las de los demás conductores evitaron el accidente.
Entonces advierte, sobre su izquierda, a una policía en una caseta. Estaba de frente, con un bastón luminoso en una mano. La policía le dirige una mirada de clara reprimenda y le hace una seña para que pase la intersección y se estacione a un costado. Mi amigo no entendía nada. ¿Por qué no detiene a los que se pasaron la luz roja y sí a él que pasó en la luz verde?
La policía se acerca al auto. Le pide sus documentos y le increpa: “¿No se da cuenta de que no ha respetado que no le estaba dando el paso?”. “Señorita, estaba en luz verde”, responde mi amigo. “Sí, señor, pero el semáforo no se aplica cuando hay un policía”.
Finalmente no lo multaron. La policía le dijo (sin pedir coima, al menos por esta vez) que le “iba a hacer el servicio para no perjudicarlo”.
Mi amigo me preguntó cómo era esa regla extraña, de la que nunca había oído hablar, que los semáforos no se respetan cuando hay un policía. Él sabía que eso ocurría (en los países civilizados) en situaciones muy excepcionales: para dar paso a una ambulancia, en caso de un accidente de tránsito o cuando el semáforo estaba malogrado.
Pero luego del incidente descubrió que la regla “policía manda” era la que se aplicaba. Y no solo en Javier Prado (donde vio lo mismo en casi todas las intersecciones), sino en el resto de la ciudad de Lima, donde gracias a su forzado aprendizaje, entendió que en todos los cruces siempre hay que mirar no solo al semáforo, sino a la caseta, a todas las esquinas y a cada rincón de la intersección, porque los policías pueden pararse en cualquier parte, y sin importar donde estén, si se interpreta que están ordenando parar, uno tiene que detenerse.
Y descubrió, además, que no era fácil muchas veces saberlo, porque a veces un policía estaba parado en la esquina solo porque estaba en la esquina. Él se detenía, por las dudas y escuchaba perplejo al que venía atrás gritarle “¡Pasa, idiota! ¡No ves que la luz está en verde!”.
Le expliqué que esa regla era una “costumbre” muy peruana y que todos sufríamos el riego de chocar por no descifrar en fracción de segundos el acertijo. Al día siguiente devolvió el carro de alquiler y prefirió el riesgo (del que le habían advertido) de que un taxista lo asalte. Finalmente los taxistas saben descifrar mejor unas reglas de tránsito que parecen jeroglíficos. “Más vale que te roben a que te mates”, me dijo.
A veces nos acostumbramos tanto a la idiotez que nos parece natural. En lugar de sincronizar los semáforos para que ordenen el tráfico o apagarlos cuando son reemplazados por un policía para evitar confusiones, dejamos las reglas ambiguas y los semáforos irrelevantes. No entendemos la importancia de la claridad y predictibilidad del Derecho. Lo volvemos contradictorio.
Lo malo es que los semáforos irrelevantes, confusos e impredecibles están no solo en las ambiguas reglas de tránsito, sino en normas que declaran que tenemos los mismos derechos pero que se aplican discriminatoriamente, en leyes que supuestamente protegen la propiedad dejando desvalido al propietario, en normas que sancionan solo a quienes cumplen con las formalidades de la ley (como las normas tributarias), en regulaciones que protegen la inversión pero a la vez la desalientan. Provoca decirle al Derecho lo que leí detrás de una combi: “Mejor vete, pero no me confundas”.