Las tradiciones surgen y se robustecen, pero no escogen dónde echarán raíces. Hace más de 370 años, el Baratillo, un populoso mercado cerca del río Rímac frecuentado por indígenas y afrodescendientes, fue cuna de lo que ahora conocemos como el Sermón de las Tres Horas, la meditación que se inicia al mediodía del Viernes Santo y que se extiende cual el tiempo de martirio que sufrió Jesús en la cruz.
Fue allí, rodeado por el olor de verduras y animales, en medio de trueques y ventas, y ante la mirada de menesterosos, que el sacerdote jesuita Francisco del Castillo inició hacia el año 1648 la costumbre de dirigirse a los concurrentes para invocarles a que hiciesen penitencia, se llenasen de compasión y se acercasen así al Reino de los Cielos.
Un acto de oratoria que se empezó a hacer cotidiano y que acompañaba con una pesada cruz que llevaba desde la iglesia de San Pedro para que fuese eje de la prédica. Una práctica piadosa que, según los primeros relatos, se prolongaba muchas veces hasta los 180 minutos a base de garganta y venerable convicción, y que también mantuvo en Semana Santa.
En el libro “Francisco del Castillo, el apóstol de Lima”, el sacerdote e historiador Armando Nieto Vélez recoge testimonios del propio Del Castillo y sus pares de época Francisco Messía Ramón, Rodrigo Valdés y Alonso Riero, así como del sacristán Francisco Velásquez, que le atribuyen al jesuita “la primera iniciativa en el Perú del sermón”.
La versión más documentada, empero, reseña que la génesis del Sermón de las Tres Horas fue en la ermita de la Estación de De-samparados, en 1660, adonde Francisco del Castillo había sido asignado. Nieto rescata en su texto una nota autobiográfica que los superiores de la orden jesuita le encomendaron al sacerdote. Concretamente, la número 72, donde refiere así:
“El Viernes Santo, a mediodía, en dando las doce, acuden los hermanos y discípulos de la Escuela [de Cristo] a la capillita de Nuestra Señora de los Desamparados, que está muy adornada y aderezada y con muchas luces y flores, y delante de la santa y devota imagen del Santísimo Crucifijo de la Agonía están desde las doce del día hasta las tres de la tarde, en varios y devotísimos ejercicios de lección espiritual, de oración mental y vocal sobre las tristes palabras que habló cuando estuvo pendiente en la cruz Cristo Redentor y Salvador nuestro”.
La cristiana usanza llegó a oídos del virrey Pedro Antonio Fernández de Castro Andrade y Portugal, el conde de Lemos, que desembolsó 50.000 pesos para transformar la ermita en una iglesia, a condición –según dejó constancia el escribano– de que “el Viernes Santo desde las doce a las tres de la tarde los hermanos de la Escuela de Cristo han de asistir a celebrar las tres horas que el Redentor estuvo en la cruz, y porque asistirá mucho número de gente así hombres como mujeres, los ejercicios serán de oración mental, vocal y lección espiritual”.
El padre Francisco del Castillo falleció el 11 de abril de 1673, a los 58 años, afectado por una epidemia de tifus. Tras su deceso, poco a poco se expandió el Pregón de las Siete Palabras a otras ciudades del Virreinato y entre todas las clases sociales. Uno de sus continuadores fue el jesuita Alonso Messía Bedoya, nacido en 1655 y a quien algunos le asignan la creación del Sermón de las Tres Horas en la Semana Santa de 1680, desde el púlpito de la iglesia de San Pedro.
No obstante, el padre Nieto y el también historiador y sacerdote Rubén Vargas Ugarte reivindican a Francisco del Castillo como el verdadero creador. Eso sí, reconocen el aporte de Messía en la difusión de la tradición, especialmente gracias a un opúsculo que escribió: “Devoción a las tres horas de la agonía de Cristo nuestro Redentor”.
Han pasado largos decenios desde entonces y esta Semana Santa encuentra a un Perú golpeado y dolido, quizás alejado de la reflexión. No es la primera vez, tampoco será la última que la nación atravieses esos avatares; sin embargo, historias como la del Sermón de las Tres Horas pueden traer un poco de bálsamo para sanar nuestras heridas y cicatrices.