No a pocos sorprendió que al día siguiente de la elección que en el 2001 ungió en la presidencia a Alejandro Toledo, el gobierno transitorio de Valentín Paniagua creara una Comisión de la Verdad para investigar la violencia política de los años 1980 al 2000. ¿No debió dejar esta decisión al nuevo gobierno que estaba a semanas de comenzar? ¿Temió que este no diera el paso o que pondría como comisionados a personas poco idóneas? Como fuere, la nueva administración no se resignó a recibir el regalito ya empaquetado y, aparte de añadir en el título de la comisión un término que parecía destinado a limarle los dientes (“y Reconciliación”), insertó cinco miembros más al equipo original de siete.
De entrada, confieso que siempre me ha molestado la inmodestia presente en el nombre de estas comisiones de la verdad, que han proliferado en el mundo desde los años 80. Como si alguien pudiera ser dueño de algo tan inasible y subjetivo como la verdad. ¿Existe la verdad en la historia? ¿No debemos ponernos en guardia cuando alguien pretende contarnos “la verdadera historia” de una revolución o una guerra? En el conocimiento del pasado toda afirmación y todo juicio revela solo en parte los hechos que ocurrieron; lo que quizás revela más es el azar de los testimonios que perduraron y, en el caso del Perú de finales del siglo XX, los recuerdos que quienes vivieron la guerra tuvieron de ella una o dos décadas después, y se animaron a transmitirlos en unas entrevistas guiadas y contextualizadas por la CVR. Desde luego que la cantidad de documentos y testimonios que la comisión reunió y compulsó fue impresionante, y su esfuerzo por ordenarlos, interpretarlos y, a partir de ellos, reconstruir el proceso que optaron por llamar “conflicto armado interno” constituye uno de los retos intelectuales más grandes y mejor logrados de nuestra historia republicana. Pero, con todo ello, su informe no deja de ser una versión de los hechos. No la verdad, sino la que la comisión o sus miembros con mayor capacidad de comunicación dedujeron.
Los puestos de estas comisiones de la verdad se han entregado habitualmente a la clase de la sociedad más alejada y opuesta a la experiencia de la guerra: los intelectuales. En las sociedades antiguas, de ordinario se clasificaba a la población entre los que laboraban, los que oraban y los que guerreaban. Todos eran necesarios, aunque la combinación de sacrificio y recompensa variaba en cada caso. Cada clase debía tener cualidades y características distintas y podía ocurrir que lo que en una era virtud, en otra pasase por defecto. Así que es fácil comprender lo que podía suceder si la actuación de una clase, pongamos la de los guerreros, fuese encargada para su evaluación a los que oraban.
Algo de esto ha sucedido con las comisiones de la verdad. Cuando estalla una guerra y se requiere despachar soldados para enfrentarla, nadie quiere alistarse para ir al frente (y tendríamos que recelar de aquellos que voluntariamente lo hicieran). Habrá que forzar a los miembros más débiles de la sociedad para ello. ¿Se imaginan si estos supieran que, además de exponerlos a perder la vida de la peor manera, a trastornar sus mentes para siempre y a convertirlos, quizás, en criminales de guerra, al término del conflicto serán juzgados por una élite que sabe de las guerras lo que lee en los libros o ve en sus pantallas? ¿Les parecería justo?
En el caso de nuestra CVR hay que destacar su firmeza en señalar a los grupos subversivos como los principales responsables de la violencia y las decenas de miles de muertes ocurridas en las últimas décadas del siglo pasado. Algo que habitualmente no se lee en los informes de sus pares en otras partes del mundo. Sus relatos sobre las ejecuciones extrajudiciales y de inocentes han ayudado a que los familiares de las víctimas hallen algún consuelo, y quienes abusaron de su poder, algún castigo. Pero su condena, que en algunos momentos se vuelve sistemática y general, a las Fuerzas Armadas, los poderes públicos y la población, por haber tolerado y hasta incitado a la guerra sucia que llegó a ocurrir, peca del síndrome de la culpa limeña, con dosis de autoflagelación católica, que pudo haberse ahorrado. El sempiterno racismo aparece al final como el mantra que desató todos los males. ¿Eran blancos los soldados del Ejército o los miembros de las rondas campesinas que enfrentaron a Sendero Luminoso en el campo?
Tal vez sea esa condena general, que en cierta forma es una especie de autocondena de la sociedad peruana, la que explique por qué en una encuesta reciente del IEP, una porción mayoritaria a nivel nacional opina que la labor de la CVR fue negativa (42%, contra un 26% que opina lo contrario). La consulta se hizo al 38% que manifestó conocer la labor de la comisión, un porcentaje que habla también de la poca difusión que su labor ha tenido en el país.