(Sin)sentido del arribismo, por Gonzalo Portocarrero
(Sin)sentido del arribismo, por Gonzalo Portocarrero
Redacción EC

El término ‘arribismo’ tiende a desaparecer del vocabulario cotidiano. Y esta situación resulta de la democratización de nuestra sociedad. Por mucho tiempo, el adjetivo ‘arribista’ fue usado por élites de vocación aristocrática que tenían como ideal una sociedad inmóvil, donde todos tenían un sitio fijo. Entonces, quien pretendía mejorar su situación, en términos de prestigio social y confort material, era tildado de ‘arribista’. O, alternativamente, de ‘huachafo’; es decir, de alguien que toscamente imita lo que no es, dejando ver en su esfuerzo su desconocimiento de los códigos sociales del mundo al que se pretende asimilar pero que lo rechazará, precisamente, por no quedarse en su sitio, por ser un ‘huachafo’. 

Los tiempos han cambiado y las actitudes elitistas están arrinconadas en la conciencia de los que añoran el inmovilismo de la sociedad de señores y siervos. Ahora lo que prima, en el dominio público, es la figura del emprendedor que es el modelo de identidad más vigente en nuestra época. En cierto sentido el emprendedor es un rebelde, pues no se resigna a aceptar su realidad. Pero se trata de una rebelión individual encaminada al logro de las metas que la ideología de la época considera como los bienes supremos de la vida: el poder, el prestigio, el dinero. Se exalta la voluntad y el esfuerzo como los medios para llegar a tan ansiadas metas. Estos medios, se dice, están al alcance de todos, de manera que el fracaso tiene que interpretarse como responsabilidad de quien no se esforzó lo suficiente. 

La figura del es indudablemente controversial. Desde una perspectiva utilitaria muchos la consideran como el modelo de heroicidad que nuestra sociedad necesita para salir adelante. Otros, desde una perspectiva que enfatiza un desarrollo humano armonioso, lamentan su definición de la vida como una competencia, o guerra, donde los más decididos saldrán adelante, y los perdedores simplemente no valen, ni importan. También se ha señalado el empobrecimiento de los vínculos sociales que produce la generalización de esta ideología, pues para el emprendedor los afectos personales valen siempre y cuando no sean un pasivo para el éxito. 

Pero no se ha vinculado lo suficiente la generalización de la figura del emprendedor con el agravamiento de la crisis moral que atraviesa nuestra sociedad. Una crisis cuyos síntomas más claros son el recalcitrante cinismo de nuestra clase política, la extensión de la delincuencia común, especialmente el surgimiento del sicario, y, sobre todo, la actitud general de descreimiento frente a la ley. La dinámica de esta situación apunta a ahondar aun más la brecha entre las leyes y las costumbres. Esta brecha es un dato mayor de nuestra vida social. No obstante, con la exaltación de la figura del emprendedor, sin que haya de por medio una correlativa formación moral, lo que nos aguarda es el incremento exponencial de la y de la . Es decir, la figura del emprendedor sin frenos éticos. En el campo político será el caudillo corrupto que ama la figuración y la riqueza pero que no le interesa encarnar un modelo de ejemplaridad. Y en el campo de la economía será el empresario que evade impuestos, que engaña a sus clientes y que desconoce los derechos de sus trabajadores. Y si es pobre, y sus opciones están limitadas, será el jefe de una banda criminal. Y en el mundo de la cultura ese emprendedor sin moral se convertirá en el autor que repite, o crea, lo que está bien pagado; aquello que los poderosos quieren oír o mirar. 

La promoción de la figura del emprendedor debe enfatizar la creación de capacidades de las personas antes que hipnotizar a la gente con dudosas promesas de una felicidad basada exclusivamente en el prestigio y el dinero. Pero las cosas suceden al revés en nuestro país. Esta situación hace que sea posible recuperar, en un contexto democrático, un elemento central de la crítica elitista al arribismo. En efecto, el emprendedor puede fácilmente convertirse en un arribista en el sentido de alguien que ha renunciado a su pasado y que, obsesionado por el triunfo, no le interesa lo lícito de los medios que emplea. El triunfo personal de la ‘viveza’ sobre la ley es en realidad una derrota para la sociedad. Y da miedo decirlo, pero es la verdad: quien está a la vanguardia de este proceso de descomposición moral de nuestra sociedad es la . Mientras los delincuentes de poca monta pueden terminar en la cárcel, los políticos corruptos se ufanan de su ingenio para salir bien librados de cualquier sanción.