La inesperada renovación de carteras ministeriales que parecían inamovibles, como algunas que aún se mantienen por pura inercia, es una drástica rectificación en la terquedad del presidente Martín Vizcarra de creer que él es el fusible y sus colaboradores políticos inmediatos los resistentes.
Apegado a la leyenda de que no pueden cambiarse generales en plena batalla, Vizcarra insistió hasta el desmayo en conservar en sus puestos al primer ministro Vicente Zeballos y al ministro de Salud Víctor Zamora que, metafóricamente hablando, no daban la talla ni para capitanes acuartelados. Ahora, con contagios y muertes por COVID-19 a la cabeza del ránking mundial, el mandatario no solo ha tenido que cambiar generales, sino cambiar su modo de entender su papel de gobernante.
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Vizcarra parecía repetir por momentos el empecinamiento de su antecesor, el renunciante Pedro Pablo Kuczynski, en jugarse entero por sus ministros, con la apuesta de su propia cabeza. Cuando, por el contrario, tenían que ser sus ministros, con su renuncia siempre a la mano, quienes debían poner el pellejo propio en sus cargos.
Es cierto que entre el presidente y su Gabinete ministerial se crea un espíritu de cuerpo, pero las razones de Gobierno y Estado, para ponerlo en mayúsculas, establecen roles y reglas de juego. De modo que el presidente, como lo he dicho muchas veces, debiera ser más jefe de Estado que jefe de Gobierno, dejando esta última función cada vez más al primer ministro.
Así, se refuerza una primera línea de autoridad entre el primer ministro y los demás miembros del Gabinete, y una segunda entre el presidente y el Gabinete en su conjunto, contra las afinidades personales y partidistas que buscan atornillarse en los cargos.
La desconexión de la sociedad con el Estado es parte de las gruesas deformaciones jerárquicas y funcionales al interior del Gobierno. El síndrome del ‘amiguismo’ gubernamental genera falsas lealtades y falsas subordinaciones, en una atmósfera de disfrute del poder antes que de servicio al país.
Si los cambios de ahora, con Pedro Cateriano al frente de la Presidencia del Consejo de Ministros (PCM) y Pilar Mazzeti en Salud –por solo nombrar dos–, se hubieran dado tres meses atrás, cuando para todo el mundo el combate de la pandemia exigía, ante todo, gobiernos sólidos, posiblemente la situación sanitaria, económica y social del país no sería tan grave, y la confianza de la sociedad en sus autoridades ejecutivas y legislativas no habría descendido tanto.
La vuelta de Cateriano a la PCM es sin duda una vuelta al barrio conocido del poder, pero en un momento distinto y en un escenario distinto de todos los que anteriormente le ha tocado vivir. ¿Por qué un político no podría retornar a una misma función? Haber sido primer ministro de Ollanta Humala no le resta méritos para serlo de Vizcarra. El día que en el Perú valoremos y respetemos más las razones de Gobierno y Estado, al margen de las simpatías y antipatías ideológicas y políticas, aprenderemos a desear que le vaya bien a un primer ministro, siempre que sea decente, competente y democrático, antes que a augurarle su fracaso anticipado.
Cuando hablamos de la vuelta de Cateriano en un momento distinto y en un escenario distinto es porque necesitamos de un primer ministro del lado de la concertación y no de la confrontación. Conocemos a Cateriano moviéndose más y mejor en el primer lado que en el segundo. Sin embargo, tiene condiciones de sobra como para cruzar muchas líneas que no quisiera cruzar, como la aprista y la fujimorista.
Una vez más, las razones de Gobierno y de Estado en un país sanitariamente colapsado por la pandemia y económicamente golpeado por las cuarentenas y protocolos mal aplicados requieren de una personalidad política como él, dispuesta a tender mejores puentes de diálogo que los que ensayó tímida y recelosamente cuando fue primer ministro de Humala.
Ser o no ser un primer ministro. ¡Esa es la cuestión!