Si el proyecto de ley propuesto por el congresista Marco Tulio Falconí hubiera sido aprobado, podría haberse sancionado a este Diario y a mí con una multa que va entre S/.76 y S/.760 por el título de este artículo.
El proyecto faculta al Indecopi “…para que asuma las funciones de revisión de la ortografía de las publicaciones efectuadas en diarios, revistas, semanarios, libros y anuncios públicos o publicitarios por el daño que causan a la cultura los errores ortográficos”.
Para ello se establecen multas de entre 1% y 10% de la UIT, que en caso de reiterancia pueden llegar hasta un 50% de la UIT (es decir, la multa podría subir hasta S/.1.900).
Se dice que se viene toda una cartera de proyectos similares al del mismo Marco Tulio. Entre ellos se menciona uno que encargará a Indecopi multar por no tener buenos modales (por ejemplo, con S/.100 por comer con la boca abierta, S/.200 por no decirle “salud” al prójimo luego de un estornudo y S/.300 por limpiarse los mocos con la mano).
En otro proyecto se propone multar a quien cuenta chistes rojos, siendo las multas más altas las que sancionan menciones inapropiadas a órganos genitales y prostitutas en los chistes. En caso de reiterancia, el infractor deberá permanecer en silencio por períodos que van desde 2 horas hasta 6 meses.
Y como la puntualidad es importante, se propone en otro proyecto que las personas que lleguen tarde a una cita queden detenidas en una comisaría por el triple del tiempo de su tardanza.
Lo que sí debería haber es una ley que multe por presentar proyectos estúpidos, que se tramitan usando nuestros impuestos. Sobre todo porque ya existen muchas leyes aprobadas que padecen del mismo vicio del proyecto reivindicador de la ortografía.
El idioma (y la ortografía) son producto de un proceso evolutivo, de un orden espontáneo creado por la interacción humana. El español que hablamos no tiene nada que hacer con el que hablábamos hace 200 años. Las reglas gramaticales y ortográficas se construyen desde abajo, con el uso, y no desde arriba, impuestas por alguien. La gente cambia paulatinamente su forma de hablar y escribir y con ello cambian las reglas del lenguaje. Multar esas desviaciones es proscribir la innovación.
Esa tendencia proviene de lo que Hayek llamaba constructivismo: alguien diseña un régimen y pretende que todos lo sigan al margen de su legitimidad social. Proteger estándares como la ortografía con multas estatales es atentar contra el proceso evolutivo natural.
Lo que propuso el congresista Falconí no es tan distinto a muchas regulaciones estatales que van contra el carácter evolutivo de la acción humana. Usar multas y sanciones para forzar la forma de calcular la tasa de interés en un crédito o la de cambiar de celular, impedir el pacto que prohíbe el prepago de una deuda, obligar a que un doctor tenga que hablar dos idiomas extranjeros, prohibir que se pueda cobrar por cubierto en un restaurante, impedir la publicidad comparativa, impedir el uso de personajes de ficción en productos con muchas grasas o azúcares, entre otras leyes y regulaciones, castigan la evolución y sus ventajas como proceso de descubrimiento continuo. Tratan de imponer un constructivismo asfixiante sepultando la espontaneidad en los órdenes que los seres humanos creamos interactuando unos con otros.
Y es que la sociedad no es producto de ingeniería social planificada, sino de un proceso caótico en apariencia pero que crea un orden por medio de la interacción. El lenguaje es razonablemente predecible a pesar de que no ha sido creado por nadie en particular sino por todos en general. Lo mismo se puede decir de las prácticas comerciales, de los mercados e, incluso, de las reglas de convivencia a las que llamamos Derecho.
Todo evoluciona, desde la biología hasta el lenguaje, pasando por la tecnología y la economía. Negar la evolución atándola con leyes no es otra cosa que negar la vida misma.