Hace un mes, vecinos de Huachipa reportaron el macabro hallazgo de dos extremidades humanas, probablemente pertenecientes a una mujer, en un contenedor de basura de la zona. Hoy, finalmente, sabemos que la joven asesinada, descuartizada y parcialmente quemada se llamaba Blanca y era liberteña. Los asesinos de nuestra compatriota de 20 años, que dejó su tierra para labrarse un futuro mejor en Lima, no han sido aún identificados. Pero de ella se sabe, a través de una fotografía, que amaba la vida y le gustaba Lisa Simpson, así como también los animales.
Al igual que a Sheyla, tarmeña de 26 años, asesinada y descuartizada en Comas por un policía, Darwin Condori, que aparentemente se suicidó luego de presuntamente ser protegido, como lo fue en un caso previo de violación colectiva, por sus compañeros de armas. La muerte se ha enseñoreado en las calles de Lima porque no hay día en el que no aparezca un cuerpo baleado y, lo que es peor, restos de mujeres sometidas a actos de crueldad indescriptible. Ese fue el caso de Yorlany, degollada y luego lanzada, sin piedad, a la Vía de Evitamiento, donde falleció en medio de un charco de sangre, ante la vista y paciencia de los habitantes de una ciudad en la que el horror ya ha sido normalizado.
En vísperas del Día de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer, las cifras que exhibe el Perú, a través de la Defensoría del Pueblo, son escalofriantes. Entre enero y julio del 2024 se reportaron 5.300 desapariciones de mujeres, de las que casi la mitad no han sido aún halladas. Durante los siete meses del mencionado reporte se produjeron 87 feminicidios y 37 intentos fallidos que derivaron en daños físicos y psicológicos, en muchos casos permanentes, para las víctimas, algunas de ellas menores de edad. Lo más indignante de este atentado sistemático contra la integridad física y mental de mujeres y niñas, siendo el caso más doloroso y escandaloso el de las 500 menores abusadas por sus profesores en Condorcanqui, es que existían denuncias previas de violencia que no recibieron la atención del caso. En una sociedad como la nuestra, donde el Estado mira al otro lado porque también la practica e incluso justifica –no hay más que recordar las patéticas declaraciones del ministro Morgan Quero respecto de las violaciones en comunidades indígenas como “prácticas culturales”–, las mujeres se encuentran desprotegidas ante descuartizamientos físicos, pero también simbólicos. Una táctica de desaparición del “enemigo” –instalada tempranamente en la cultura política peruana– y ahora extendida a todos los estratos sociales.
La socióloga Elizabeth Ballen Guachetá señala que la violencia derivada de la guerra, de la delincuencia organizada y, en general, del dominio patriarcal marca el cuerpo de las mujeres. En este proceso de “cosificación”, los cuerpos de las mujeres –y aquí yo añadiría su voluntad y deseo de autonomía– constituyen una cartografía de la violencia. Es en ese contexto que ellas circulan como botines de guerra debido a las relaciones de poder que se tejen tanto en una sociedad violenta como la peruana, como en el narcotráfico y en las relaciones de pareja. Sin embargo, la violencia sexual, física y psicológica contra las mujeres a la que se refiere Ballen expresa no solo las innegables relaciones patriarcales, que nos vienen definiendo por siglos, sino las profundas heridas de un cuerpo nación roto y sin señales de una pronta recuperación.
En uno de sus mejores ensayos denominado “Sobre caníbales”, Michel de Montaigne argumentó que la cultura occidental volcaba toda su ira contra los caníbales, cuyas historias fueron leídas con avidez por el brillante intelectual francés. De su análisis se deduce que existían dos tipos de canibalismo, siendo el simbólico –propio de un Occidente negador de su propia violencia– el que le preocupaba sobremanera. Condenar al enemigo/víctima a una suerte de descuartizamiento espiritual/existencial fue una costumbre que, en plenas guerras religiosas, Montaigne condenó.
Y fue, también, en la normalización de ese otro tipo de ritual perverso que pensé, mientras contenía mi pena ante la crueldad ejercida contra tres mujeres con un futuro por delante. Porque es nuestra violencia simbólica y verbal la que constituye la otra cara de la moneda, de una sociedad donde la compasión y el respeto por la vida y la dignidad ajena han desaparecido, en aras de la rapacidad y la lucha a muerte por el poder.