"El silencio de los indolentes", por Jennifer Llanos
"El silencio de los indolentes", por Jennifer Llanos
Redacción EC

Una de las maneras de sobrevivir en un entorno marcado por la violencia es normalizarla. Aunque suene descabellado, a veces esa es la única manera de no volverse loco o tirarse de un puente cuando todo lo que te rodea te agrede.

Tal vez esa sea una de las razones por las cuales a los peruanos nos cuesta tanto identificar –y combatir– la violencia cotidiana. Estamos tan metidos de narices en ella que ya no la reconocemos aunque se frote contra una vecina de asiento en el bus. 

Los duros años del terrorismo, de los carros-bomba, de los cuerpos mutilados, de miles de personas desaparecidas probablemente nos han curtido en la violencia al punto que si no vemos sangre o explosiones simplemente no la reconocemos. Cuánto hemos pataleado, por ejemplo, para aceptar que tocar el claxon como unas bestias es una muestra de violencia. 
 
Claro, nos parecen violentos los hinchas de fútbol cuando matan a alguien pero no necesariamente cuando insultan a los jugadores. Detectamos la violencia en el delincuente que nos roba y nos dispara a mansalva pero no en el que le arrebata a la gente su riqueza cultural, privándola, al mismo tiempo, de un pedazo de vida. Cada cierto tiempo nos horrorizamos ante la indefensión de las jóvenes indias o de las que viven en regiones gobernadas por fanáticos musulmanes pero no movemos un dedo para ayudar a una compatriota indefensa. 
 
La violencia, sin embargo, no solo se manifiesta con el golpe bruto. De hecho, una de las formas más perversas de violencia es aquella que se produce por defecto, por inacción. Así, en algunos países se ha tipificado el delito de “no asistencia a persona en peligro”, el mismo que se produce cuando se cumplen tres requisitos: tener conocimiento del riesgo que corre la otra persona, estar en capacidad de intervenir y que la intervención no represente un riesgo para uno ni para terceros. 

Más conocido entre nosotros es el delito de la complicidad –la violencia del silencio–, muy mentado últimamente debido a la poca iniciativa mostrada por las autoridades eclesiásticas para denunciar a los sacerdotes pedófilos. 

Esta semana, la actriz Magaly Solier nos obligó a mirar de frente la violencia de la indiferencia, la misma que padecemos a diario todas las mujeres. Gracias a ella ya no podemos seguir fingiendo que no existe. Mirar a otro lado, ahora, ya sería un crimen.