"Se va terminando un año agotador. Y esa fatiga muestra su lado más ímprobo en el duelo por los familiares y amigos que se llevó el COVID-19". (Ilustración: Giovanni Tazza)
"Se va terminando un año agotador. Y esa fatiga muestra su lado más ímprobo en el duelo por los familiares y amigos que se llevó el COVID-19". (Ilustración: Giovanni Tazza)
Patricia del Río

Repaso las redes sociales y siento la ausencia de parafernalia navideña. Pocos cuelgan los típicos videitos vestidos de duendes o la foto con pijama roja al lado del arbolito. Abundan eso sí los emprendimientos: familias enteras dedicadas a la oferta de comida, mujeres viudas del haciendo carteras, jóvenes enmicando carnés de vacunación (no falsificando), chicas vendiendo zapatillas y ropa pintada a mano. La efervescencia del comercio online se suma al de las calles abarrotadas de vendedores de casi todo que no están dispuestos a esperar que otro les resuelva su problema. Esa marca registrada que se llama emprendedurismo sale a pasear en estas fechas como respuesta al eterno Estado fallido, incapaz de cumplir con sus obligaciones mínimas.

Así, la sigue avanzando por los márgenes, no solo porque no estamos acostumbrados a seguir las reglas, sino sobre todo, porque resulta imposible honrarlas: el colectivo que recoge pasajeros en la avenida Arequipa es una alternativa al deficiente transporte público, el padre de familia que vende papel de regalo fuera del ‘mall’ se agencia su propio puesto de trabajo porque hay un mercado laboral que no lo acoge, la tienda de vestidos que cerró sus puertas hoy vende por Internet sin pagar impuestos porque la asfixiaron las multas del municipio. No toda la informalidad es producto de la necesidad, pero lo es casi siempre en el caso de los microempresarios y pequeños empresarios. Lo es en esa masa de peruanos que ya está cansada de chambear sin horarios, vacaciones ni beneficios para asegurarse estándares mínimos de supervivencia.

Y digo cansada, porque quienes ven en la informalidad al típico pendejerete que quiere sacarle la vuelta al sistema, parecieran olvidar que no hay sistema que cabecear. No se puede sacar la vuelta donde nunca hubo compromiso. A un Estado incapaz de acompañar a los ciudadanos en la enfermedad, negado para avanzar en la calidad educativa, corrupto y burocrático no se le estafa, se le reemplaza. Y en esa sustitución del “todos trabajamos por el bien de todos” por un “yo solito me las arreglo” se va por un tubo un necesario sentido de colectividad. Nadie tiene cabeza para pensar en nadie más. La supervivencia no permite mirar a los costados, asesina la empatía, aniquila la compasión.

Se va terminando un año agotador. Y esa fatiga muestra su lado más ímprobo en el duelo por los familiares y amigos que se llevó el COVID-19, en esa plata que ya no alcanza para llegar a fin de mes. La respiración de un país exhausto me remite al síndrome de la , una extraña condición que padecen los niños que llegan de Europa del Este a Suecia escapando de la violencia de sus países. Los pequeños y adolescentes que la sufren dejan de hablar, de comer y luego entran en un estado comatoso que puede durar meses, o años. Los especialistas que observan este fenómeno señalan que, al tratarse de chicos expuestos a experiencias traumáticas y muy estresantes, este síndrome debe interpretarse como una respuesta de la psique para evadir una situación insoportable. “Los bellos durmientes” como también se les conoce, cortan así con una realidad que les resulta inmanejable, insoportable, y algunos despiertan cuando vuelven a sentirse seguros.

Miro el especial en Netflix sobre esta triste realidad y me asalta la imagen de millones de peruanos que caminan amordazados por una mascarilla, que deambulan resignados porque no tienen idea de cómo enfrentar esta realidad que los supera. Sin autoridades que se hagan cargo, sin clase política capaz de ofrecer salidas coherentes a futuro, los peruanos terminamos este año aletargados, con ganas de olvidarnos de la realidad por unos instantes. Pero solo eso, por unos instantes.