“Nace hoy un nuevo tiempo”, anunció el presidente Valentín Paniagua a los millones de peruanos que aún no salíamos de nuestro asombro ante la renuncia intempestiva de un mandatario que meses después declaraba su ciudadanía japonesa. Que el Perú que salía de la difícil década de los noventa, cuando la historia se había empequeñecido hasta convertirse en la quincena, haya encontrado en un congresista cusqueño al hombre necesario en un momento decisivo demuestra –como señala Luis Jochamowitz– “la existencia de justicia y hasta poesía en la compleja y a veces trágica historia del Perú”.
El Perú –recordó Paniagua en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos–, “un pueblo yaciente y destruido por la furia del enemigo [refiriéndose a Chile], se alzó sobre sus ruinas y retomó valerosamente el camino de la historia para reconstruir, con fe y heroísmo, su destino”. Quien sintiera desaliento debía de recordar a González Vigil y a los centenares de próceres y héroes civiles que consagraron su vida, en defensa de una constitucionalidad que nunca disfrutaron, pero que generosamente ayudaron a construir.
Paniagua entendió el murmullo de los ríos profundos que cruzan nuestra historia milenaria, pero también comprendió las luces y las sombras del accionar político en el territorio de la contingencia. “Debo comenzar declarando que he sido, soy y seguiré siendo, vitalmente, un político hasta que exhale el último aliento de mi vida”. Lo que sorprende es que en un escenario de relatividad absoluta, donde los políticos, salvo contadas excepciones, están dispuestos a negociarlo todo, Paniagua se erige como un hombre de profundas convicciones. Él creía que el político, además de ser el responsable de definir los grandes objetivos nacionales, tenía como deber supremo el servicio al país.
Luego del retorno de la democracia, en la década de 2000, Paniagua propuso un consenso histórico llamado a sobrevivir las contingencias de los partidos y las necesarias, como inevitables, mutaciones de la voluntad popular. Este consenso político, cuyo eje debía descansar en ideas y proyectos, era una tarea que exigía empinarse por encima del volátil acontecer cotidiano.
El propósito era definir una nueva frontera capaz de suscitar el espíritu creador de un pueblo que tenía el derecho de saber adónde lo conducían sus representantes. De lo que se trataba era de realizar la gran revolución en la cual la política de los apetitos fuera sustituida por la política de las ilusiones, de abyecto oficio a noble empeño. Como se observa en sus escritos y discursos posteriores, la necesidad del nuevo pacto político estaba estrechamente asociada con los desafíos que debía confrontar el Perú en el tercer milenio. En breve, las circunstancias mundiales exigían una pronta definición frente a un quehacer colectivo –un proyecto nacional– en el que la educación, la escuela y la universidad jugarían un papel fundamental.
Paniagua jamás mencionó la palabra ‘cloaca’. Lo que más bien hizo fue trascenderla trazando un rumbo claro para un país que amó y representó con dignidad. Ahora que el debate político se ha degradado, vale la pena reflexionar sobre la transición democrática, presidida por Paniagua. La reparación a las víctimas de la guerra civil, la lucha frontal contra la corrupción y un desarrollo económico justo y equitativo son las metas por alcanzar. La política noble es posible en el Perú porque la experimentamos hace 14 años, cuando todo parecía perdido.