El primer paquete simplificador anunciado por este gobierno fue muy bien recibido por la opinión pública. Pero, con el transcurrir de los días, se han generado dos tipos de críticas. Una primera procede de algunos analistas políticos, que señalan un supuesto sobredimensionamiento de la importancia para la economía y la sociedad de estas iniciativas versus otros problemas más profundos y relevantes que enfrenta el Perú. Una segunda, motivada por el trágico incendio en los cines UVK en Larcomar, apunta a una aparentemente excesiva desregulación que resultaría peligrosa para la sociedad. Ambas críticas son infundadas y no deberían ser causa de un retroceso del gobierno en sus esfuerzos por la desregulación y la simplificación administrativa.
Empecemos por la primera. Es innegable que el Perú, a pesar de los avances logrados en los últimos 25 años en materia económica y en el bienestar de su población, enfrenta retos formidables para aspirar algún día a ser un país del Primer Mundo. Estos se presentan en el propio campo económico, en el social y en el institucional. Y los tres están muy relacionados. Por ejemplo, según el Foro Económico Mundial, uno de los factores que más afecta nuestra competitividad es nuestra deficiente institucionalidad, que incluye el sistema de justicia, el aparato burocrático, la corrupción y la inseguridad ciudadana. Economía y desarrollo institucional no son excluyentes. Al contrario, la economía necesita el buen desempeño de estas instituciones, y estas necesitan del crecimiento económico para poder financiarse.
Las trabas a los proyectos de inversión y los excesivos y onerosos trámites que se exigen a ciudadanos y empresas son precisamente consecuencia de la disfuncionalidad de nuestro Estado (la limitada o nula coordinación entre distintas instancias gubernamentales, el temor de los funcionarios a tomar decisiones ante acciones de control arbitrarias, la debilidad técnica, y otros muchos problemas que deben ser enfrentados con reformas sustantivas). Sin embargo, con las medidas de destrabe y simplificación no solo se alivia la vida de los ciudadanos y empresas, sino que se da la señal correcta a los altos funcionarios para que apliquen en la práctica diaria medidas y principios que implican una reforma institucional. Por ejemplo, la obligación de cumplir con el principio de presunción de veracidad –y su correlato, el control posterior– en casos específicos como los establecidos en el paquete simplificador marca el inicio de necesarias coordinaciones entre entidades públicas y transformaciones internas.
Atacar la tramitología, además, contribuye a reducir la gran brecha de desconfianza que existe entre los ciudadanos y el Estado. ¿Cómo puede reaccionar un ciudadano que ha sido asaltado y acude a la comisaría a sentar la denuncia respectiva, y allí le exigen que vaya al Banco de la Nación para pagar una tasa, cuando probablemente no tenga un sol en el bolsillo? ¿Qué puede sentir un pensionista cuando periódicamente tiene que ir a una comisaría o notaría para demostrar que está vivo, cuando el propio Estado tiene esa información en el Reniec?
Finalmente, la política de simplificación ataca un problema que se ha ido agravando con los años: el llamado “recurseo” del sector público. En teoría, el Estado debe vivir de la recaudación de impuestos y del cobro de tasas por servicios y trámites, a valores que debieran reflejar su costo real. Lamentablemente, en los últimos años han proliferado mecanismos perversos de financiamiento de entidades públicas que se inventan trámites absurdos con el fin de incrementar sus ingresos. Por ejemplo, el Ministerio de Trabajo extraía anualmente S/40 millones de empresas vía el cobro de tasas por presentación de copia de contratos laborales. Una obligación inútil, además, pues la Sunafil, cuando inspeccionaba a las empresas, les pedía nuevamente copia de los contratos.
La segunda crítica era esperable en una administración pública tradicionalmente orientada a pretender solucionar los problemas con papeleo y formalismos en lugar de enfrentarlos con criterio y buena gestión. Un ejemplo es la respuesta que tuvo el Ministerio de Transportes y Comunicaciones a fines del gobierno anterior cuando, ante los frecuentes accidentes de tránsito, no tuvo mejor idea que aumentar los requisitos para la obtención y renovación de licencias de conducir con cursos de primeros auxilios y mecánica –dicho sea de paso, sorprende que el nuevo gobierno aún no derogue esta disparatada reglamentación–. Ahora, la burocracia resistente al cambio quiere hacernos creer que el incendio en Larcomar se explica porque las inspecciones de seguridad ya no se renuevan cada dos años, sino que se expiden de manera indefinida, olvidando que las municipalidades conservan la obligación de realizar inspecciones periódicas. Hoy tenemos un sistema de inspecciones de seguridad tan confuso y poco transparente que favorece la arbitrariedad y la corrupción. El sistema regula lo que no debe y deja suelto lo importante. Haría bien el gobierno en declararlo en reorganización total.
En su esfuerzo desregulador y simplificador, el gobierno va a enfrentar incomprensión de su real importancia, fuerzas resistentes al cambio e intereses mercantilistas. Esperemos que persevere y que no retroceda ante sus ataques. Este esfuerzo por sí solo no nos va a convertir en Noruega, pero claramente va en la dirección correcta.