Un patriarca en su momento todopoderoso, pero ahora anciano y enfermo, se ve envuelto en el dilema de encontrar a quién dejar su herencia. Las opciones son tres, las de su linaje directo; pero las ansias de poder, las disputas, los egos y las traiciones desviarán la sucesión natural hacia el terreno de la tragedia.

Ya sea que estemos hablando de “El rey Lear” o de “”, en ambos casos hay que ponerle a ese monarca el rostro del escocés Brian Cox. Teatral y shakespeariano de formación, con los años Cox empezó a desenvolverse en el cine como un actor de carácter, aprovechando esa tez de expresión dura que, a medida que acumulaba arrugas, también ganaba en severidad. Fue el primer Hannibal Lecter –en la a menudo olvidada pero notable “Manhunter” de Michael Mann–, también Winston Churchill en el ‘biopic’ del 2017, y hasta villano en la saga “X-Men”. Pero en el 2018, a sus 72 años, HBO le concedió el rol protagónico en su serie estrella: encarnar al temible de “Succession”, papel que a la postre ha resultado consagratorio.

El último domingo, luego de tres temporadas y tres episodios, el Logan Roy de Cox murió en el baño de un avión, en pleno vuelo, sin tiempo para despedidas o histriónicas agonías. Apenas unas maniobras de reanimación cardiopulmonar sobre el cuerpo lívido del magnate, mientras entre su familia y círculo cercano cundía el desconcierto. La secuencia es tan chocante como magistral, y se desarrolla casi en tiempo real, al punto de dejar al espectador –también– casi sin aliento.

La ausencia de Logan en los siete capítulos que le restan a “Succession” hasta su final abre un escenario incierto y desafiante. Es un riesgo que los guionistas tienen que haber asumido no sin dudas y temores: la posibilidad de perder su centro y ancla, de aventurarse a terrenos en los que a la gran lucha por el poder le falten justamente maldad y tensiones, ofensas y burlas, sadismo verbal e hipocresía emotiva. Porque todo eso representó este hombre a lo largo de treinta y un episodios memorables de una de las grandes ficciones televisivas de nuestro tiempo.

Y entonces uno empieza a preguntarse: ¿no es que ya empezamos a extrañar a este personaje despreciable, maléfico, cruel y calculador? ¿No queremos seguir escuchando su resonante ‘fuck off’ e intimidarnos con su humillante mirada? A falta de una explicación más racional, me gustaría comenzar a llamar a este fenómeno síndrome de Logan, acaso una variante del ya conocido síndrome de Estocolmo: el irrenunciable afecto hacia esas figuras inflexibles y avasallantes –con Logan como una versión hiperbólica–, que tantas veces terminan pareciéndose a nuestros propios padres. Resuelta y anulada su presencia, ¿cómo no lo vamos a extrañar?



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