Llevo ya un par de semanas devorando cada cosa que encuentro sobre “Succession”, la extraordinaria serie de HBO. Es como si me estuviera resistiendo a aceptar que acabó irremediablemente, que no sabremos qué pasa con los hermanos Roy después del huracán que fue ese episodio final de la cuarta y última temporada.
Para quienes no la han visto, pues véanla. Ella sola vale lo que cuesta la suscripción a HBO. Pero en versión resumida y sin spoilers, “Succession” trata sobre la pugna para encontrar al sucesor de Logan Roy, un inmigrante escocés que construyó de la nada un imperio mediático de alcance global (una versión ficcionada de NewsCorp, la empresa de la familia Murdoch) y que ahora enfrenta el dilema de decidir a cuál de sus hijos dejará al mando si decide –o cuando decida– retirarse.
Estamos hablando, sin temor a exagerar, de una de las mejores series de la historia de la televisión, pero, además, una que ha generado muchísima discusión por cómo aborda temas muy controversiales en nuestros tiempos: la frivolidad de los ultrarricos y su desconexión con las necesidades del ciudadano promedio; lo despiadada que puede ser la cultura empresarial y la lucha por el poder en las corporaciones globales; la forma cómo las empresas mediáticas pueden interferir en los procesos electorales; o el encumbramiento de figuras con simpatías totalitarias en los partidos de derecha tradicionales.
Sin embargo, la dinámica de las relaciones entre los personajes, tanto en su dimensión familiar como profesional, que están aquí entremezcladas, es lo que me resulta más fascinante. De hecho, una cosa que he venido preguntándome todo este tiempo que he visto la serie es: ¿podrían haberse comportado de alguna otra forma? ¿Tendría sentido haber invertido algo de capital emocional esperando que alguno lograse seguir en la serie el camino de la redención?
El único spoiler menor que diré es que los personajes, sobre todo los tres hermanos del segundo matrimonio de Logan Roy, se comportan de manera brutalmente egoísta, incluso cuando se profesan –a veces al mismo tiempo en que se profesan– amor fraternal. Pero lo curioso es cómo ve uno en las redes sociales ejércitos de internautas que literalmente desean ver a alguno de ellos ungido como el sucesor, aun cuando Jesse Armstrong, el creador de la serie, les muestra semana tras semana lo viles que pueden llegar a ser.
¿Por qué nos encariñamos con ellos? No quisiera menospreciar aquí lo sensacionales que son las actuaciones, sobre todo las de los tres hermanos. Pero creo que hay un elemento en la trama que nos fuerza como espectadores a tomar partido. Sabemos que tarde o temprano se va a tener que elegir a un sucesor, y la competencia se vuelve más interesante desde el momento en que nos “jugamos el pellejo” (‘skin in the game’, en inglés) apostando, aunque sea emocionalmente, por alguno de los contendores.
Y luego pasa algo curioso. Desde el momento en que uno toma partido, el contendor propio súbitamente ya no se ve tan malo. Empezamos a identificar en él o ella cualidades redentoras. Sus vicios o defectos ya no son exclusivamente de su responsabilidad, sino que hallamos otros factores que matizan nuestras opiniones sobre ellos. Quizá haya algo exógeno que los hizo como son. ¿Acaso podrían ser las víctimas y no nos habíamos dado cuenta?
De manera inversa, a los rivales comenzamos a verlos como peores de lo que son. Disfrutamos sus caídas y cuando son públicamente humillados, pues merecen todo lo malo que les pasa y mucho más. No solo queremos que pierdan, sino que sufran perdiendo.
Vean cómo, incluso cuando se nos presenta la disyuntiva de escoger entre personas que parecen todas desalmadas, si uno verdaderamente conecta con la trama, puede sentirse obligado a respaldar a alguna y luego racionalizar de distintas formas su decisión para convencerse de que era la correcta.
Ahora voy a dar un salto cuántico para conectar esta reflexión con algo más cercano a mis inquietudes diarias: la política local. Este es el juego que solemos jugar aquí: sabemos que los actores políticos persiguen –muchas veces desfachatadamente– sus propios intereses, que están desalineados de los nuestros, pero a veces conectamos tanto con la trama en la que se mueven que elegimos respaldar a alguno, generándonos nosotros mismos un punto ciego respecto de sus vicios, al tiempo que magnificamos, más bien, los de los rivales.
Y luego nos autoengañamos pensando que hemos optado por lo más razonable o por la opción menos mala, cuando en realidad lo que tendríamos que estar preguntándonos es: ¿por qué no hay mejores alternativas entre las que escoger?