Desde que el hombre imprime un sentimiento, un deseo, una invocación, en las paredes de las cavernas, se separa irremediablemente del resto de los animales. Su existencia se verá regida por símbolos que él creará para reposar en ellos. En esos gestos radicará el desarrollo del pensamiento. Vendrán, se sucederán, multiplicarán y complejizarán las formas gráficas, algunas voluptuosas, otras rígidas, todas ellas representaciones que dotarán de sentido sus más hondos anhelos y temores. Los símbolos lo conducirán a nuevas dimensiones de la realidad.
Será a través de los símbolos y sus formas que se revincule con los entornos que lo desafían y acarician, desde el más íntimo y cotidiano hasta el geográfico, y más allá, al entorno aquel que no alcanza a tocar ni ver, tan solo presentir e imaginar. Simbolizará la naturaleza y su fuerza fenomenal, los astros, la sociedad, la nación, y toda la gama de subjetividades que componen el alma del ser.
Nada de eso pensaba al ver la primera bandera peruana, expuesta en la sede del Banco de Crédito en el jirón Lampa, dentro de una impecable urna de cristal, en un recinto enorme y acondicionado para protegerla. Un tesoro de la nación, joya hecha de raso, lentejuelas e hilos dorados, bordado por las manos primorosas de una señora piurana que debió amar la idea de una república que aún no existía, quizás imaginando a sus hijos y nietos libres del yugo español, peruanos al fin; ella iría hilvanando ese sueño en la tela roja y blanca, alumbrada por un sol luminoso que estiraba sus rayos como espadas de luz.
Debió ser un tributo a la deidad nativa depositaria del fervor religioso de las sociedades andinas. Laurel avizoraba el triunfo de la causa libertadora.
Sobre esas formas alegóricas, las palabras ‘libertad y unión’ sugerían el ideal del general don José de San Martín, quien sabía que la conquista de tan noble proyecto no se conseguiría tanto por las armas como por la fuerza de un emblema, que debía esparcir un sueño más que un conjunto de tropas por el territorio peruano, que solo ganándose nuevos aliados en los corazones del pueblo para ponerlo en sus propias palabras, el último bastión de la corona española, Perú, y dentro su Lima poderosamente realista, volverían la mirada hacia el pacto social que prometía conducirlos a nuevos y mejores tiempos. Al momento cumbre en que el peruano decidía el rumbo y destino de su propia tierra. Sería largo y penoso el camino.
Fue en Pisco, el 21 de octubre de 1820, donde San Martín firmó un decreto que fijaba los símbolos del país, al menos provisionalmente. Líneas diagonales, rojo y blanco, versiones cuentan que en honor a las banderas de Chile y Argentina, pues de ambos países se componía la gran mayoría del ejército que acompañaba al general rioplatense en su misión por la independencia del Perú.
Nada más lejano que aquella romántica leyenda escrita por Valdelomar, pisqueño, que cuenta que el general se despertó de un largo sueño frente al mar de la bahía de Paracas, animado por el vuelo de las parihuanas. Una historia que aún hoy lamento haya sido tan solo el producto de la imaginación de un escritor, porque es cierto que cuando están en el aire, ellas flamean, libres, naturales, generosas, salvajes.“...las palabras ‘libertad y unión’ sugerían el ideal del general don José de San Martín, quien sabía que la conquista de tan noble proyecto no se conseguiría tanto por las armas como por la fuerza de un emblema...”.