Hay artículos que se caen. Textos que uno cree que darán harta tela para cortar, pero que finalmente no alcanzan para formular un buen titular. A veces, un tema puede volverse antipático conforme lo asediamos. Otras, la culpa recae en nuestra falta de imaginación. Me pasa, por ejemplo, con la crónica que pensaba escribir sobre superhéroes latinoamericanos. El pretexto: recordar los 50 años del debut del Chapulín Colorado en un programa propio transmitido por Televisa.
A primera vista, el tema entusiasma a cualquier friki. A la segunda, desanima cuando constatamos su inexistencia. O, mejor dicho, la ausencia de un género que se tome en serio en nuestro medio. Y no tendría que haberlo, por supuesto: el superhéroe es un producto anglosajón, que conecta con el sentido de maravilla, aventura y emoción que las industrias del entretenimiento saben tan bien narrar. En Latinoamérica, más bien, no nos creemos nada y nos reímos de todo. Por eso, los artistas consumen superhéroes, los degluten y los devuelven convertidos en parodia. Para bien y para mal, nos define la picaresca.
Conversando para aquel proyecto de crónica con el escritor español Hernán Migoya, me recordaba que las revistas de superhéroes son hoy las novelas de caballería publicadas en el siglo XVII. ¿Y qué hizo célebre a Cervantes? Pues reírse de esos personajes tan irreales y sus aventuras tan repetidas. Algo parecido hacen hoy humoristas y dibujantes que en América Latina parodian a los héroes de capa y calzoncillos sobre el pantalón: su subversión proviene de la habilidad de burlarse de nuestro caos e incapacidad para vivir dentro del imperio de la ley. Al parodiar la épica superheroica, sea el Chapulín Colorado de Chespirito o la Araña No de Juan Acevedo, el chiste está en burlarse de la autoridad y la indulgencia del héroe. Recurrir a la imaginería de Marvel y la DC para enfatizar nuestra distancia de Occidente y de sus sistemas de correcta administración pública. Nuestros símbolos grotescos subvierten la validez de un modelo ideal.
El lector no necesita saber qué hacer respecto del objeto de la sátira. Celebra la parodia en sí misma, tiene en ella su oportunidad de burlarse y ridiculizar a quien tiene poder y dice preocuparse por nosotros. Luchando como estamos por mantenernos a flote en medio de la incertidumbre y la corrupción rampante, vemos a héroes paródicos como el Chapulín proyectándose por sobre sus torpezas y su humana cobardía, señalando nuestras contradicciones. Más que llevarnos a la risa, nos conmueve: su escudo en forma de corazón sugiere que nadie nos salvará, que somos nosotros los que estamos dedicados a intentarlo por nuestra cuenta.
Ese sí sería un buen tema para escribir. O, por lo menos, mejor que dedicarles tiempo a los condenados superhéroes.