La curiosidad que la inteligencia artificial (IA) despierta en medio mundo actualmente la está enarbolando el concepto de ‘zeitgeist’, un “signo de nuestros tiempos”, como diría algún filósofo del romanticismo alemán.
La metáfora no es forzada si recordamos que un “signo de nuestros tiempos” es un término que se refiere a las características distintivas de la gente en una o más generaciones. Es lo que se denominaría un clima cultural dominante y, en efecto, la aplicación de la inteligencia artificial puede ser el clima que coloree de manera preponderante nuestras vidas en un futuro no muy lejano.
Por ejemplo, puede que usted sea uno de los 180 millones de personas que ya descargó la aplicación ChatGPT, el ‘chatbot’ desarrollado por OpenAI, o uno de los más de 100 millones que la utilizan activamente. Tal vez ya recibió una comunicación de las universidades de sus hijos con la posición educativa sobre el uso de esta herramienta, o ya la está usando para, simplemente, entretenerse pidiéndole que escriba alguna respuesta ingeniosa a alguna pregunta antojadiza sobre el tema que usted quiera.
Pero la IA es más que un buscador con proteínas. La IA va a sustituir muchas de las funciones que hoy hacemos usted y yo, desde escribir columnas, elaborar opiniones legales, redactar guiones de cine y crear actores virtuales hasta formular diagnósticos médicos, optimizar procesos, aplicar modelos matemáticos sumamente complejos a problemas económicos, manejar autos y aviones y, eventualmente, generar conocimiento. Es decir, vamos a transitar de herramientas que potenciarán muchas facultades humanas a unas herramientas que podrán construirse sobre ellas y que solo hará la IA.
Esta situación claramente viene provocando distintas reacciones que van desde el miedo a la colaboración de diversos estamentos en un afán por enmarcar el desarrollo de esta tecnología en marcos valorativos que nos ofrezcan más beneficios que riesgos.
Por eso, gente tan solvente como Steven Pinker –connotado psicólogo experimental, científico cognitivo, lingüista y escritor canadiense– han expresado en más de una ocasión que es fundamental promover las capacidades que nos definen como una especie racional. Esto es, una especie que es capaz de evitar reaccionar mecánicamente ante los estímulos empíricos para ralentizar el paso y empezar a contrastar.
La promoción del contraste y el sentido crítico es, además, una de las recomendaciones que documentos como el Consenso de Beijing (2019) –el primer documento de la historia que ofrece recomendaciones sobre la mejor manera de aprovechar las tecnologías de IA para la Agenda de Educación 2030– sugieren impulsar a través de planes nacionales de alfabetización digital y otras medidas.
Y, más recientemente, se acaba de establecer la “AI Alliance”, una alianza global multiagente que se centra en fomentar una comunidad abierta que permita a los desarrolladores e investigadores acelerar la innovación responsable en la IA, al tiempo que se garantice rigor científico, diversidad y competitividad económica.
Las recomendaciones que este foro global empiecen a evacuar prontamente pueden ser recogidas por los otros espacios que empiezan a aparecer en varias latitudes, incluyendo los que se creen en el Perú.
Y aunque la agenda nacional está siempre salpicada de las urgencias de las constantes crisis políticas que nos amarran a un cortísimo plazo, es bueno reconocer los esfuerzos institucionales públicos y privados de organizaciones como, por ejemplo, la Cámara de Comercio de Lima, que está por activar su Comisión de Transformación Digital e Inteligencia Artificial que aspira a convertirse en esa gran alianza que nos permita adelantarnos al futuro y empezar a modelar el impacto de la IA en un país tan diverso en perspectivas, aspiraciones y agendas. Ojalá lo que desarrolle este esfuerzo sea de calado nacional. Ese es al menos mi afán, habiendo sido invitada a ser parte de él.