“Work hard, play harder” es el primer contacto que se puede tener con el llamado valle del silicio (Silicon Valley). La frase hace alusión a un estilo de trabajo que se relaciona con intensas horas de trabajo, muchas. Pero, sobre todo, con más horas de diversión. Esa frase no solo describe un estilo de trabajo, sino una forma de vida.
La influencia de ese lugar en la cultura moderna es enorme, no solo porque es la meca de los desarrollos tecnológicos más disruptivos, sino porque es un lugar en donde la posibilidad de forjar fortunas enormes a través de la mera enunciación de ideas muy locas –los llamados ‘elevator pitch’– o a través de versiones muy tempranas de las que pretenden romper el mercado –'killer application’– es muy accesible. Muy accesible si nuestra tecnología es lo suficientemente desestabilizante para lo que ya existe y si se está muy bien conectado.
En el 2015, en Lima, el gurú de la tecnología Salim Ismail –MIT, Singularity University– me describió bien el tipo de emprendimientos que Silicon Valley financiaba: “Si has descubierto cómo viajar en el tiempo, algo así como la máquina del tiempo, Silicon Valley es para ti. Si lo que tienes entre manos no es así, mejor no intentes ir para allá”.
Silicon Valley es un lugar mitificado. Esto implica reconocer que hay verdades que se engrandecen más de lo debido: que ahí es posible encontrar gente fuera del promedio, genial, es cierto. Que mucha de esta gente se convierta en multimillonaria a temprana edad –como Jobs o Gates– es relativamente cierto. Pero el mito más desarrollado ha sido aquel de que se puede atraer ingentes cantidades de dinero tan solo con una versión muy preliminar de lo que vamos a proponer al mundo, vía el llamado “Modelo Mínimamente Viable”.
Pareciese que un lugar mítico requiriese de fábulas para vivir o existiese el deseo de dejarse llevar por la expectativa. Ya antes hubo un antecedente en los años 90, cuando se produjo la caída de las empresas web (la crisis de las “punto com”), debido a la alta especulación que traían y al poco respaldo real que ofrecían a quienes las financiaron.
Y ahora, más recientemente, se corona con otra desilusión que nos lleva a pensar en el fin de la época de gloria de Silicon Valley. Porque, además de ser un caso mediático, la condena a prisión que acaba de merecer Elizabeth Holmes, otrora disruptiva emprendedora de la tecnología para la salud, nos habla del fin de una manera de hacer negocios basados básicamente en un alto optimismo, muchas promesas y pocos resultados.
Holmes les había contado a importantes inversionistas que había encontrado una tecnología “de frontera” para acabar con las pruebas de salud invasivas: a partir de la creación de su empresa, Theranos, las pruebas de sangre ya no iban a requerir de jeringa, pues con una sola gota de sangre era posible hacer complejas evaluaciones como las del cáncer y otras enfermedades mortales.
Gente como Rupert Murdoch –que llegó a invertir US$100 millones en la firma–, Henry Kissinger –el centenario exsecretario de estado de EE.UU.– y los dueños de la cadena Walmart se dejaron llevar por la narrativa mítica y creyeron que los unicornios existían solo porque les mostraron una foto de ellos. Nunca existió la tecnología que Holmes había descrito, pero todos se dejaron seducir por una expectativa.
El Caso Theranos no solo nos habla del fin de una era en la meca de la tecnología global; nos habla de cómo es que las personas actuamos la mayoría de las veces movidos por la emotividad, la simpatía y lo que queremos ver, más allá de las razones lógicas. Y eso también aplica para las expectativas que algunas ideologías prometen en un país menos sofisticado que el valle del silicio, como el Perú.