Don Juan Cañote Chuna, a los 90 años, todavía solloza recordando el momento en que, manteniéndose apenas a flote, agarrotado por el frío, tuvo que soltar a su hermano Lino, a quien sostenía por los cabellos, y lo vio hundirse, sin remedio, no muy lejos de las playas de Colán.
Para un pescador artesanal (cuyo oficio nos llega de una larga relación entre el hombre y el mar), la muerte es la compañera inseparable, que se instala en su embarcación desde el momento en que zarpa. No en vano es frecuente que, allí o en otras caletas, se coloquen flores en las balsas, balsillas o botes cada día antes de partir.
Por eso también, cada 29 de junio, por el día de San Pedro, además del paseo ritual de su imagen en una embarcación preparada con respeto, se depositan coronas de flores en el mar. Esto, además de ser un homenaje a su santo patrono, es, sobre todo, un recuerdo obligatorio de aquellos que perdieron la vida bajo las olas.
Pero si la muerte se asume como parte de la profesión, existe otro temor que pudo atenazar el sufrido ánimo de Juan: la posible tragedia de que el cuerpo de Lino no sea devuelto por el mar. Y es que, si así fuera, ingresaría a un universo paralelo al de los humanos. Para los pescadores de esta caleta, el ahogado es un ser que busca la reparación de su desgracia, haciendo daño a quienes tienen la mala suerte de tropezar con su presencia.
Conversar con los pescadores artesanales es acercarse a vidas de experiencias fascinantes, plenas de relatos que necesitan –con urgencia– un narrador que haya compartido de alguna manera este compromiso con el mar. En las ya numerosas caletas que he visitado, no faltan los elementos sobrenaturales, que son asumidos con total franqueza, por encima de que la pesca, como ejercicio de subsistencia, forje personalidades muy prácticas en el quehacer de sus funciones. Junto a la identificación de peces y moluscos, los precios del mercado, las disputas contra el abuso de las bolicheras o los problemas con los capitanes de puerto o sargentos de playa, existen creencias a la espera de ser narradas
Los ahogados cumplen en las playas del Pacífico un rol semejante al de los “condenados” de los relatos recogidos en la sierra de los Andes. Como estos, los males que acarrean son casi siempre una forma de recordarle a los vivos que no se ha cumplido el ritual necesario para que su alma descanse de manera apropiada. A esto se suma el problema que deviene de la necesidad de encontrar el cuerpo, pues sin ello no es posible anticipar las “penas” siguiendo el conocido ritual de los cinco días de duelo, la limpieza de su habitación y el lavado de sus ropas, aparte del entierro con las ceremonias previstas, desde siglos atrás.
Los ahogados dan voces y silban. Cuando se cruzan con los vivos su aspecto puede ser el que tenían antes de perderse en las aguas. El propio Juan, cuando agotado llegó a la orilla, no pudo ponerse de pie y las olas que reventaban sobre él lo podían arrastrar de nuevo al mar. Tuvo la suerte de que dos arrieros de Pueblo Nuevo de Colán quisieran poner en marcha su chinchorro para pescar cuando divisaron su cuerpo. Lo único que pudo hacer fue gritar pidiendo auxilio. Esto, naturalmente, asustó a los arrieros, quienes lo menos que deseaban era tropezar con un ahogado (pues los habría arrastrado a las profundidades, que es lo que suelen hacer, ya que se entiende que su mayor sufrimiento es la soledad y lo que buscan es conseguir compañía).
En Chimbote nos educaron sobre las estrategias para salir de una situación semejante: el ahogado llamará desde terreno firme; entonces, la mejor manera de escapar del peligro es meterse al mar. Dicen que el recuerdo de su propia muerte le impedirá seguirte, a menos que sea él mismo quien te conduzca.
Los relatos que enriquecen la narrativa de los pescadores, de la que apenas mostramos un reducido resumen, es interminable. Estos abren un espacio de conocimiento que se perderá –como está sucediendo con el total de nuestra cultura– si no nos apresuramos a recogerla.