No siempre fue así. Hubo tiempos en los que la bulla era remota y las invasiones o los tropeles eran advertidos cuando –reposando mi oreja, mano o cuerpo en el suelo– sentía un ingrávido ruido u observaba el agitar de especies o escuchaba el ruido de un animal.
Eran días en los que oía el silencio de mi eco.
Después, conforme poblé pequeñas aldeas, creé el lenguaje al ritmo de lo nuevo y de mis necesidades. Andando –apareándome con mi tribu y alejándome de otras– busqué mejores pastos, porque los climas extremos se habían espaciado, entendiendo que las estaciones podían ser recurrentes. Cuevas, piedras y pajas techaron mi existencia.
Así, todo bauticé e independientemente de mi inconsciente pesar, en mi eco ancestral se infiltraron un puñado de termitas. Ya solo disfrutaba del silencio de mi eco cuando alejado me susurraban el cantar del viento o de las aguas.
Caminé tanto que ahora padezco la invasión total de mi identidad, operación de mayor intensidad que Barbarroja, aquel plan ejecutado desde el 22 de junio de 1941 cuando cuatro millones de soldados alemanes pretendieron frenar la expansión del comunismo soviético, intento fallido del Tercer Reich que insinuó su posterior caída.
La que vivo es una apropiación insoportable, con rasgos esquivos, acaso irreversibles.
El inalterable bombardeo de noticias y de las insufribles ofertas –recurrentes y frecuentemente engañosas– de todo lo transportable hasta mi puerta me despierta y observo, todavía tibio, que asisto a mi velorio cual notario de la extinción de mis derechos.
En línea con el prolífico autor Giovanni Sartori, que denunció la sociedad teledirigida calificándome de ‘homo videns’ –el hombre que ve–, hoy me siento un ‘invasit hominen’, un hombre invadido sin poder siquiera ser oído por la imperturbable ciencia.
Interesado o preocupado por algún acontecer, constato que carezco de refugio. Me han convertido –casi para todo– en un número, en un código y en un portador de claves que, además de impersonales, son tan vulnerables como la inocencia del niño que se siente un moderno superhéroe.
Por cierto, yo también invado y soy invadido como todos y al mismo tiempo.
Yo invado con esta columna, pero la sustantiva e inmensa diferencia es que puedo ejercer mi libertad y no escribirla, y quienes la leen pueden ejercer la suya y no leerla.
Aunque parezca anodino, fútil, vano, trivial, intrascendente o insustancial, la desemejanza es cualitativa y radica entre ser o no ser, entre la identidad libertaria o la cosificación, entre elegir o ser elegido sin siquiera haberme requerido un consentimiento informado.
Bajo la omnipresencia de la nube y la totalidad de las redes, mi libertad de elegir se ha tornado casi tan sutil como una burbuja. Hemos construido una piscina dentro del mar y ya lo desbordamos, lo que físicamente es un imposible, pero en la inmersión hacia lo inmaterial –como era el silencio de mi eco– es absolutamente hacedero o, más claramente expresado, es y así pareciera que será en adelante.
Soy consciente de que ahora me resulta imposible gozar de muchas libertades y del silencio por cuanto las leyes, las autoridades, la propaganda y la robótica generaron mi condición geolocalizable, ocultando hasta mi sombra.
Tantas veces pensada, descrita, anhelada, vivida y prisionera, resulta legítimo preguntarme: ¿cuánta libertad me queda si la invasión de millones de termitas copando todo mi silencio ya me impide palpar hasta su eco? Mi ser ha sido hackeado.
Los ‘coronials’ –aquellos nacidos en la pandemia– o sus descendientes, los ‘trienials’, serán posiblemente los primeros siervos del ‘ciber sapiens’. El robot Geo-Extreme podría succionarles hasta sus memorias, teniendo antes que haber silenciado sus ecos por siempre.
Si para Kant la felicidad radicaba en la capacidad de imaginar, la negación de tal ventura llegará cuando el acoso cabalgue a la instantaneidad.
Ante la pretendida ubicuidad de todo, cual grito libertario, pongo especial atención a los estertores de mi silencio mientras obstinado persevero extirpando termitas de mi eco.