La reunión entre el presidente Pedro Castillo, su Gabinete y la Junta de Portavoces de la Mesa Directiva del Congreso convocada anteayer, 5 de abril del 2022, quedará grabada en nuestras memorias en esa antología de momentos estrambóticos a los que ya nos hemos acostumbrado los peruanos desde, al menos, hace una década.
El instructivo diálogo en el que la presidenta del Congreso, María del Carmen Alva, le sugería al presidente Pedro Castillo que no se retire de la reunión y que haga uso de la tecnología digital –firma digital, exactamente– para completar la imperiosa tarea de evacuar una nueva norma que pusiera fin a una bochornosa inmovilización ciudadana se transmitió y viralizó gracias a la resonancia de Twitter y YouTube.
Todos fuimos testigos de la precaria gestión de una crisis autogenerada de la manera más torpe y pudimos hacer un zum intenso en las debilidades de nuestra actual clase política. Estamos en la era del hiperrealismo político en la que todo ha de mostrarse, más por conveniencia que por convicción, más por cálculo que por transparencia.
Y es que parece que los políticos peruanos empiezan a advertir que la ciudadanía está más enterada de cómo hacer uso de lo digital para fines de rendición de cuentas, aunque eso implique tener que ‘hackear’ plataformas públicas de vez en cuando. Ese afán tan propio de las redes sociales por ver todo y mostrarlo todo también ha llegado a los códigos de la política, aunque no de un modo explícito, sino casi inducido.
Por ejemplo, ya se ha vuelto parte de las acciones vinculadas a las movilizaciones y protestas sociales la transmisión de videos creados por los propios participantes, a modo de reporteros ciudadanos, sin filtro ni edición. Así, podemos ser parte de esas marchas en tiempo real, siguiendo algunas cuentas en Instagram o en YouTube, y sentir que también somos componentes de la marea.
Lo propio de las redes sociales; es decir, su ubicuidad y enorme capacidad de divulgación, está afectando la manera de hacer política, no solo aquí –aunque haya sido de modo anecdótico–, sino en varias partes del orbe, dando partida de nacimiento a lo que algunos ya llamamos tecnopolítica.
Y es que, en términos de comunicación, la forma es el fondo. Y si la forma de comunicar cambia, también es un símbolo de que se puede cambiar la política.
Una de las claves de por qué la tecnopolítica puede ser un factor de innovación radica en su capacidad para reconvertir a los simpatizantes en activistas, cuando no en protagonistas del propio hecho político. Esto es lo que está pasando, sin duda, en la invasión de Rusia a Ucrania, donde miles de ciudadanos de ambos bandos denuncian a diario la verdad de las acciones militares de los invasores, definiendo a su modo a un ganador. Más precisamente, son estos contenidos generados por los propios usuarios ciudadanos –user-generated-content (UGC), en inglés– los que usa Volodymyr Zelensky para persuadir a líderes globales de que la invasión a Ucrania no es solo un problema suyo, sino de todo el mundo.
Volviendo al Perú, ayer la viralización de esos instructivos minutos de diálogo entre María del Carmen Alva y Pedro Castillo terminó por desnudar la precariedad del mandatario y, de paso, por enervar a una opinión pública que no solo está frustrada, sino también enfurecida.
Las próximas semanas serán decisivas para el país y su agenda política, y estoy segura de que muchas de las movilizaciones sociales que ya se están anunciando gozarán de una reverberación digital sin precedentes; tal vez mayor a la que vimos en noviembre del 2020.
¿Qué puede implicar eso? Que esta demanda de hiperrealismo matizada con una gran demanda de contenido autogenerado por la gente de a pie puede dar espacio a liderazgos espontáneos que terminen por abrirle espacio a la tecnopolítica y a nuevos códigos de participación ciudadana. Veremos si ocurre, aunque esto sea una realidad que, tarde o temprano, llegará al Perú.
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