Una de las características del actual período de gobierno es la ausencia de concordancia y de relación armónica entre la economía y la política. Cada una ha caminado por su lado. A la economía le ha ido más o menos bien, mientras el crecimiento sostenido heredado de los gobiernos anteriores se mantuvo y sirvió para disimular temores de avanzar más rápido, más profundo y con una perspectiva diseñada para unir crecimiento con desarrollo y con políticas inclusivas que fuesen más allá de un asistencialismo mejorado.
Ahora que el crecimiento se ha desacelerado y se adoptan medidas para que la economía recupere su ritmo anterior y lleguemos, ojalá, a un crecimiento del 5% o más en el 2015, han quedado al descubierto todo lo que se dejó de hacer para alentar la inversión privada, eliminar las trabas burocráticas, orientar adecuadamente el gasto, concentrar esfuerzos en infraestructura, donde el atraso del país es enorme. En fin, alentar programas de diversidad productiva.
¿Serán suficientes las medidas adoptadas para regresar a las tasas de más del 6%? Ojalá. Pero para ello el equipo económico tendrá que dejar de lado esos temores atávicos que solo sirven para frenar la inversión y el gasto público. Ambas políticas son útiles cuando se emplean para mejorar la capacidad productiva del país y obtener mayor competitividad internacional. Esperar pasivamente que las medidas adoptadas por sí solas nos hagan crecer es una apuesta peligrosa. La economía no es una ciencia exacta; su predictibilidad depende de muchas variables que pueden causar efectos nuevos e incontrolables sobre las metas y los resultados previstos. Cuidado.
Pero en lo que se refiere a la relación entre la economía y la política no estamos en los escenarios de lo imprevisible. En este aspecto hay que advertir sobre el caos que puede envolver al país si no se hacen los esfuerzos, especialmente desde el gobierno, para bajar los altos decibeles de una confrontación política, cada vez más encrespada entre el gobierno, especialmente el Congreso, los partidos políticos, los gremios laborales y los medios de comunicación.
No animan a estas líneas propósitos mezquinos que no reconozcan al Gobierno resultados positivos en diversos aspectos de la gestión pública. Tiene el presidente Ollanta Humala méritos importantes en el énfasis puesto en las políticas inclusivas, como también haber cumplido con su compromiso de la hoja de ruta y darle continuidad a las políticas económicas que estimulan el crecimiento.
Pero con la misma franqueza, hay que señalar en la alta política que es aquella que lleva a la ampliación de los márgenes de gobernabilidad, al diálogo democrático y al cabal cumplimento de la tolerancia, el Gobierno no tiene notas aprobatorias. En estos aspectos no ha manejado bien situaciones complejas y han sido visibles momentos que ante posiciones duras de la oposición, pero dentro de los límites de la democracia, ha respondido con una agresividad, no exenta de ánimos de descalificación a quienes son fuerzas opositoras en el Parlamento o en los medios.
Estos desaciertos en la alta política del Estado preocupan porque conducen a la inestabilidad, la peor enfermedad que puede aquejar a un gobierno. ¡Y falta apenas año y medio para que termine el actual período de Gobierno!
Hemos ingresado a tiempos difíciles. Más allá de los excesos reprochables, cometidos por algunos representantes de la oposición parlamentaria, no es plausible que la Presidencia de la República abandone la prudencia y la templanza, para expresarse con un lenguaje donde el uso de adjetivos calificativos agraviantes no contribuye en nada a bajar los decibeles del encono.
Se avecinan momentos delicados como los informes de la Comisión López Meneses y de la Comisión Belaunde Lossio. ¿Cuál será la respuesta gubernamental, si de los informes de ambas comisiones se concluye en la existencia de personas vinculadas al gobierno, implicadas en operaciones turbias? Lo correcto y legal es que, si ese fuese el caso, se permitiese simplemente el traslado de lo actuado al Ministerio Público y al Poder Judicial. Eso es lo que dice la ley y lo que exige el respeto a la Constitución y al Estado de derecho.
Dejar de lado las expresiones agravantes y facilitar que todo se encamine con estricta sujeción a la legalidad es el mejor modo de manejar los tiempos difíciles. La ira y el rencor son malos consejeros y no se debe ingresar a un año netamente electoral en un clima de confrontación, que levante sospechas de actitudes, que afecten la participación de los partidos políticos que están en la oposición, en el proceso electoral que se avecina. Por cierto también la oposición tiene que contribuir a un clima de distensión. Pero el árbitro tiene que ser el presidente de la República, porque es su responsabilidad como jefe del Estado que también personifica a la nación.