¿Qué pasó con este informe? No sabemos, pero podemos presumir que fue encarpetado, exactamente como ocurrió con el informe de la Iniciativa Nacional Anticorrupción" (Ilustración: Giovanni Tazza)
¿Qué pasó con este informe? No sabemos, pero podemos presumir que fue encarpetado, exactamente como ocurrió con el informe de la Iniciativa Nacional Anticorrupción" (Ilustración: Giovanni Tazza)
Fernando Berckemeyer

El miércoles se presentó la encuesta anual de Proética sobre la corrupción en el Perú.

El tema abordado tiene un peso enorme: es el segundo problema más grande del país según los peruanos, pisando los talones a la delincuencia.

Preparando mi participación en el panel que presentó la encuesta, pensé en dos ideas que acá comparto en el intento de contribuir en algo a la discusión sobre el tema.

La primera es esta: las explicaciones sociológicas de la ubicuidad del fenómeno de la corrupción entre nosotros, aunque importantes, son insuficientes. La viveza criolla existe, pero requiere de un ambiente institucional ad hoc para poder reinar. destacando cómo los peruanos, que en las calles de nuestras ciudades somos conductores notablemente salvajes, nos atenemos muy bien a las leyes del tránsito ni bien migramos o viajamos a Estados Unidos. Me pareció un ejemplo enormemente sugerente. Se trata de las mismas personas, con la misma cultura, a uno y otro extremo de un vuelo al Primer Mundo. ¿De dónde vienen las diferencias en el comportamiento? Me atrevería a apostar que vienen de una certeza: si violamos las reglas de tránsito allá recibiremos una multa; y esa multa, en lugar de ser ‘negociable’, será cobrada; para pasar luego a ser un antecedente que, de repetirse, nos pondrá igual de inevitablemente frente a un juez.

Es verdad que también influye en cómo manejamos el comportamiento de los otros autos: cuando todo el mundo “mete el carro” llega el momento en que aun el conductor más cívico concluye que nunca podrá pasar, salvo haciendo lo mismo. Pero eso solo nos regresa al tema de la existencia de autoridades –o instituciones, si se prefiere– que sean confiables en su función de aplicar la ley: los otros autos niegan el paso al conductor cívico solo cuando estas autoridades no existen.

Dicho de otra forma, las personas solemos empujar hasta donde nos dejan. O, para ponerlo en términos sociales, hasta donde no aparezca la autoridad que nos pare. No es por gusto que en los países anglosajones a las autoridades encargadas de ese rol se les denomine ‘enforcers’; una palabra que no existe en español pero que vendría a significar algo así como “los que hacen valer la ley por la fuerza”. Cuando estas instituciones –centralmente, la policía, el Ministerio Público y el Poder Judicial– no funcionan bien, la cancha está abierta para la transgresión. Así en el tráfico como en la corrupción.

Puede pensarse que plantear las cosas de esta forma es solo mover el problema de lugar: ¿qué sacamos con decir que para combatir la corrupción necesitamos que las instituciones mencionadas funcionen si ellas mismas están tomadas por la corrupción? Pero pienso que más que moverlo, es centrarlo: en lo que hay que concentrarse es en la reforma de estas instituciones, de las que depende la corrección de todos los demás.

Lo que conecta con la segunda idea. El costo de la corrupción cuando esta alcanza a las instituciones aplicadoras de la ley es mucho mayor a lo que hace pensar cualquiera de las mediciones específicas que habitualmente se hacen. Mucho mayor, por ejemplo, a lo que se pueda gastar anualmente en coimas en una economía. Lo que ocurre cuando estas instituciones están marcadas por la corrupción (igual, por cierto, que cuando lo que las marca es la ausencia de recursos, la impericia técnica o la simple ineficiencia) es que todos y cada uno de los derechos que existen en el país del que se trate cargan sobre sí una importante cuota de incertidumbre y, por lo tanto, un castigo sobre su valor.

Si no es seguro que uno podrá sacar a cualquier eventual invasor de su terreno, entonces ese terreno vale menos de lo que de otra forma valdría, tanto a ojos de su propietario como a los de los terceros con los que este pueda querer contratar –sea un eventual arrendador o comprador, sea el banco al que quería hipotecarlo–.

Pues bien, ese es el caso del Perú. En él nadie puede predecir con algún grado de razonabilidad si es que, en caso alguien decida desconocer su derecho, la policía lo hará valer o el juez le dará la razón. Como consecuencia, aunque sea solo inconscientemente, todos castigamos el valor de cualquier cosa que esté sometida a jurisdicción peruana y estamos dispuestos a invertir menos en ella.

Tienen razón, luego, quienes señalan la gravedad de la agenda pendiente de reformas institucionales. Particularmente cuando hablamos de las instituciones custodias de la ley. Mientras la piedra angular esté rota, toda construcción que se le ponga encima siempre será temblorosa y los movimientos de quienes la habitan, inseguros. Y esto es todo lo contrario de lo que requieren para florecer tanto el mercado como el desarrollo.